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Hace unos días me acerqué a un centro de salud ubicado en la zona universitaria del Distrito Nacional, no como paciente, sino como acompañante de un amigo que me lo pidió para documentar algunas actividades que llevaba a cabo.
Al igual que muchos dominicanos, no suelo acudir a hospitales a menos que sea estrictamente necesario. Mis ocupaciones cotidianas tampoco me demandan esa práctica, sobre todo cuando gran parte de la información que manejo puede obtenerse mediante herramientas tecnológicas.
Al entrar, me impactó la gran cantidad de pacientes desplazándose de un lado a otro, sentados, formando filas o aguardando exámenes que revelaran su condición. Además, me conmovió ver a una joven sentada en el suelo, llorando desconsolada por lo que parecía ser un mal pronóstico de cáncer.
Cuanto más me adentraba en el recinto, mayor era la familiaridad y la empatía que sentía hacia los pacientes y sus familiares con quienes conversaba. Una visión global del escenario me recordó un hecho que a veces olvidamos: las enfermedades no hacen distinción de raza, color, nivel económico o posición social.
En el centro había jóvenes, ancianos de ambos géneros, adultos y algunos adolescentes con pronósticos alarmantes. Algunos de ellos estaban tan acostumbrados a las dinámicas de ese lugar que guiaban de manera práctica a quienes llegaban por primera vez.
Los gestos de solidaridad siempre ocupaban un lugar destacado entre quienes compartían vivencias y experiencias sobre los males que los aquejaban y la lucha que libraban. El sentido de apoyo humano emergía por encima de cualquier otro interés. La esperanza parecía residir constantemente en las mentes y corazones.
Esta combinación de hechos vividos; de realidades que, por distintas causas, no frecuentamos como parte de una formación humana e integral de quienes desempeñamos roles en la sociedad, nos invita a una profunda reflexión sobre la naturaleza del ser humano y la necesidad de acciones que prioricen la solidaridad, la empatía y el apoyo mutuo.
Son precisamente esos valores, interiorizados desde la infancia y sustentados en la convivencia colectiva, los únicos que pueden mitigar con mayor seguridad los desenfrenados vicios que predominan en la época contemporánea, y que tienen como denominador común la búsqueda de riqueza rápida y el culto al tener, por encima del ser.
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Al adoptar esos principios, vividos cara a cara, resultaría imposible concebir el tráfico de influencia como mecanismo para obtener favores personales o grupales en la atención médica, frente a la mayoría que espera pacientemente su turno para ser atendida.
Si coincidimos en que el dolor enseña más que el bienestar, entonces estaríamos de acuerdo en que una agenda de visitas guiadas de estudiantes, con fines educativos y de fomento de una cultura de sensibilidad social, sería un buen camino para crear nuevos mundos posibles de cara al futuro.
Sin menospreciar la importancia de la virtualidad y la realidad aumentada, que a menudo monopolizan nuestro valioso tiempo, puedo afirmar que nada reemplaza el contacto interpersonal, donde se combinan todos los sentidos que definen al ser humano. Te invito a salir y vivir esta experiencia.
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