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Se debe al proceso que el arte desencadena, como testimonio vital, y al júbilo que perciben los jóvenes en el recién nacido reino de la libertad de las metrópolis, lo que invoca la necesidad de reflexionar sobre la desconexión con la vida, la muerte simbólica del individuo en su integridad, o “curriculum mortis”, como lo llamó David Cooper, el antipsiquiatra.
Aunque resulta evidente que el autor pretende meditar con prudencia acerca de la muerte “peculiar” de cada uno, de esas desapariciones anónimas y estadísticas que afectan a la mayoría, prefiero abstenerme de ahondar en esos temas y centrarme en las intensas fantasías de autodestrucción que atraviesan los jóvenes, particularmente aquellos que se identifican con la variada denominación de “tribu urbana”, chicos alternativos que, en realidad, constituyen una manada libre de juventud que invoca el arte y su concepto de belleza; encarnan esa “nueva ola” de almas que nadan contra corriente, señalando un movimiento social fresco, artístico y diverso (aunque también riesgoso).
Son disidentes del sistema al que deberían pertenecer; la verdad es que no merecen ser catalogados como inadaptados ni rebeldes frente a la autoridad ni a los esquemas gubernamentales. Resulta problemático que se les considere una “generación fluida”, tanto en lo sexual como en el pensamiento y el estilo. Al estilo de la “tribu de esquina”, podría ser que más de las tres cuartas partes de la población mundial lleve tatuajes y sea consumidora de sustancias estimulantes.
Sin embargo, la mayoría estudia y, mientras lo hace, aguarda cambiar la historia convencional de la educación.
Parecería que los jóvenes de esta época solo desean vivir, pero se rehúsan a aceptar ese curriculum vitae. La cuestión radica en que utilizan el cuerpo como estandarte de rebeldía y espectáculo: “La juventud es escenario vivo”. No es meramente un soporte biológico, sino una herramienta de expresión, un lienzo, una trinchera, un campo de batalla.
Por eso, el acto de modificar el cuerpo —ya sea mediante tatuajes, perforaciones, cirugías, hormonas, maquillaje extremo o performances callejeros— se transforma en un gesto político. Y, de manera casi unánime, esta juventud alternativa que hemos mencionado quiere que la muerte deje de ser un hecho íntimo o trágico para convertirse en parte del relato identitario.
Hace unos días, al caminar por Bogotá, llamada “la altiva de los Andes” o “el corazón frío del Trópico”, y según la perspectiva de la “contracultura joven”, al conversar con algunos, me dijeron que la prefieren como “la fábrica de rebeldes”. Me llamó la atención el alto consumo de literatura de terror y de temáticas diabólicas. La respuesta parece una falsa “estética” de moda, que mezcla lo visual con lo emocional: ropa negra, música melancólica, poesía sombría, frases existencialistas.
El terror encaja perfectamente con esa estética. El interés por lo diabólico (o por lo “prohibido”) a menudo responde a la necesidad de cuestionar las normas morales, religiosas o sociales impuestas por los adultos. Al leer sobre el diablo, pactos, posesiones o transgresiones sobrenaturales, los jóvenes desafían simbólicamente los emblemas del poder y del orden.
En conclusión, como se ha señalado, el “curriculum mortis” alude al modelo educativo que reprime la vida, elimina la creatividad, la libertad, el deseo y el pensamiento crítico en los individuos, especialmente en los jóvenes. No se trata de una muerte física, sino de una muerte simbólica y existencial provocada por los sistemas de control social que reducen al sujeto a una función obediente, productiva y pasiva.
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