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El fósforo

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Información revisada, cotejada con otras fuentes, lecturas, entrevistas a especialistas.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Meses de indagación. Información revisada, cotejada con otras fuentes, lecturas, entrevistas a especialistas. Tenía todo, pero algo faltaba. Recuperé el número de contacto que me había enviado por un mensaje en Facebook y le escribí. Me contestó que estaba disponible. Marqué su número.

Conversamos sobre su travesía, sobre cómo había migrado. Huía y buscaba. Partió porque tenía que hacerlo, por él, por su familia. Relató con detalle su paso por fronteras, cuya seguridad se desvanece ante el dinero y una estructura de hombres que te disfrazan, te suben a una moto, te refugian en un hotel, te entregan una clave de seguridad para identificarte en un bus que cruza de Guatemala a México. Me cuenta una noche, cómo se arrastra por el suelo, su carrera por alcanzar un punto mientras escucha una voz que le grita que corra. Me habla de su captura, luego de escapar de una camioneta que chocó intentando evadir una patrulla, de su uniforme naranja en una prisión, de su proceso judicial.

Hago preguntas y él responde, en la medida de lo posible, a lo largo de todo el relato. No solo me centro en sus palabras, no solo las anoto. Presto atención a la forma en que las dice, sus pausas, el corte brusco de su voz cuando menciona a una pareja que conoció y se pregunta si la chica que iba con ese chico pudo llegar sin… Hay una respiración, un suspiro. No hablo, no pregunto. Lucho con la incomodidad del mutuo silencio. Intuyo que hay algo de esa etapa de su viaje que, aun después de siete años, sigue rondando su mente.

¿Qué fue lo último que recuerdan haber escuchado?

Antes de sentarme a redactar lo que escribo, lo último que escuché fue la voz de mi esposo.

“¿Te preparo un té?”

No es la pregunta, es el timbre de su voz, el tono, la suavidad con la que deja caer las palabras ante mi oído, el rostro que acompaña el sonido, la manera en que su cuerpo se asoma por la puerta entreabierta, cómo me mira y se queda en silencio aguardando mi respuesta.

Le contesto. “Sí”. De inmediato nos adentramos en los detalles, en los que digo, instruyo, que no ponga esto o aquello, que él dice que está bien, que no deje hervir el agua, le digo, que él lo sabe, me responde.

En un instante la puerta entreabierta queda vacía. Escucho sus pasos hacia la cocina. Me quedo con la dulzura de sus palabras.

***

Alguna vez leí que aprendemos a hablar por imitación. Primero, escuchamos. Escuchamos y vemos, observamos. Somos bebés y no podemos hacer mucho más. Está el llanto, claro, y digamos que esa es la primera forma de hacerte oír, pero la palabra llega después, llega despacio, torpemente, sin sentido, con celebraciones bulliciosas cuando empezamos a decir ma‑ma‑ma o pa‑pa‑pa.

Así, cuando las palabras aparecen y su significado designa lo que nos rodea, incluso cuando no se pronuncian, probablemente empiece a desvanecerse el silencio, y con ese olvido se atrofia el deseo de escuchar fuera de uno mismo.

***

La anécdota familiar es que empecé a hablar muy pequeña, y lo hacía con tal afán que las palabras recién nacidas se atropellaban. Mi hermana, casi dos años mayor, se molestaba. Pedía a los adultos que me callaran, me decía que cerrara la boca.

Tomando con pinzas el recuerdo de otros, pues la amnesia infantil me ha borrado la versión de mí misma hasta casi los cuatro años, calculo que mi parloteo se volvió consciente cuando ingresé a la escuela. En mis boletas de los primeros años de primaria, mis maestras anotaron como observación: “Habla mucho en clase”.

Recuerdo a mi madre intentando calmar el torrente de palabras, y a mis maestras. Supongo que era mi manera de estar frente a los adultos. El único que parecía feliz con mi casi incesante necesidad de expresarme sobre todo lo que podía era mi hermano, y sospecho que lo hacía para no quedarse sin una compañera segura en sus juegos.

No fueron tanto las quejas directas de mis maestras, que intentaron ocuparme en el aula para que no buscara conversación y “dejara trabajar a los demás”, lo que me hizo comprender la necesidad de ser escuchada. Leí un libro de pasta dura, color marrón, parte de una serie de enciclopedias que mi padre había adquirido, y con siete años entendí que no se leía solo para extraer datos o material de conversación, sino que al leer también se sentía, se anhelaba el silencio, se cuestionaba, y se escuchaba lo que alguien quería decir sobre su tiempo y su visión de él.

El relato que leí se titula “La pequeña cerillera” de Hans Christian Andersen.

Releía día a día la historia de la niña descalza que caminaba por una ciudad nevada, muriendo de frío, y cuyos últimos momentos se iluminaron con cerillas que encendía en busca de un calor ansiado que llegó en forma del rostro de su abuela fallecida.

El dibujo de una niña acurrucada, vestida de harapos, apoyada contra una pared, observando la tenue luz de un fósforo, es una imagen que jamás he podido borrar.

Ese cuento y esa imagen comenzaron a enseñarme lo que mi madre y mis maestras no pudieron con sus reprimendas.

***

Como muchos y muchas, utilizo redes sociales. A veces me detengo y me percato de que llevo más de una hora deslizando el dedo de un reel a otro, o de un tuit a otro, o de un video a otro. En todo el entorno digital encuentro gente que tiene mucho que decir, mucho que debatir, mucho que argumentar, mucho que enseñar, mostrar, manifestar, expresar. Yo también formo parte de esos muchos.

Parece haber una necesidad urgente de exponer un punto de vista sobre cualquier tema, hecho, acontecimiento, conflicto. Es un parloteo constante que, según dicen, nos hace perder la capacidad de atender, concentrarnos, comprender al otro, a la otra. De responder desde la empatía, la concentración y la comprensión de los demás.

***

Sigo escuchando su respiración pausada. Parece sopesar las palabras que aún no pronuncia, si es necesario decirlas o cómo decirlas. No veo su rostro, estamos a miles de kilómetros. Él está en el lugar de sus expectativas, en el espacio ganado por el impulso de huir, de buscar, de encontrarse.

Me niego a ceder a la incomodidad de esa pausa. Desde la primera vez que vi la luz del fósforo que encendió la niña del cuento de Andersen, supe que debía entrenarme para escuchar. Me costó, y aun me cuesta a veces. Elegí una carrera donde escuchar es esencial para hablar, y no solo oír la voz del otro, intentar comprenderla, permitir que esa voz atraviese, se acomode, sino también escuchar algo más difícil: el silencio previo a la palabra que se pronuncia.

‑ Quizás a ella le ocurrieron cosas.

Su tono es sombrío. Vuelve al silencio. Carraspea, vuelve a suspirar.

‑ Me has hecho recordar momentos duros.

Lo dice con una voz más clara, como si acabara de encontrar una salida a ese recuerdo y regresar al presente, donde hablaba con una periodista a quien confiaba su historia, con la fe de quien necesita ser escuchado.

Media hora después, colgué la llamada. Probablemente él, a kilómetros de distancia, hizo espacio en su silencio para el rostro de la chica que nunca volvió a ver, a quien deseó la misma suerte que la suya, aunque la realidad de esa travesía le indicaba que algo le pudo haber ocurrido.

Mientras yo volvía a oír su voz y sus silencios, que daban sentido a todos esos datos revisados, cruzados con otros, lecturas, entrevistas a expertos. Una voz para ese cuerpo de números, estadísticas, afirmaciones robustas. Y me sumaba a su deseo de suerte para esa chica que conoció entre Guatemala y México, comprendiendo el miedo y la tristeza de su larga pausa, de sus suspiros, y de la voz lúgubre que emergió de esa espera. La espera y la escucha que ahora me daban la ruta para escribir la primera palabra, para contar, para intentar explicar a otros.

¿Qué fue lo último que recuerdan haber escuchado?

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