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Pablo lleva a cabo sus rutinas en una metrópolis cuya sociedad aún tiene un largo camino por recorrer en materia de inclusión.
A las 7:15 a.m. empieza a vibrar el “agitador de cama”, su despertador. El aparato reposa en el lateral izquierdo del colchón, junto a su móvil, que muestra la fecha: martes 24 de junio de 2025.
Tras su rutina de aseo matutina, Pablo, un joven de 32 años con discapacidad auditiva, se alista para asistir a uno de sus cuatro empleos.
En el desayuno se topa con su hermana Josabet, quien está a punto de salir. Antes de que ella se dirija a la universidad, intercambian varias palabras. En la casa de los Taveras Lemuel se utilizan tanto la lengua de señas como el español.
“Voy a la universidad, estoy agotada y estudian mucho”, comenta la mayor mediante signos que resultan incomprensibles para quienes no conocen el sistema oficial de comunicación de las personas sordas en el país, tal como lo establece la Ley Núm. 43‑23, que reconoce la lengua de señas en la República Dominicana.
Pablo termina su último sorbo de jugo y recoge algunas prendas que necesitará para su actuación nocturna. Sale con paquetes y llaves en mano rumbo a su primera jornada laboral del día en la Sociedad Bíblica Dominicana, donde llega a las 9:00 a.m.
Una hora después se encuentra en su alma máter, la Universidad APEC, donde se graduó en Publicidad hace siete años. Ese día es invitado como expositor en una capacitación sobre cultura sorda y lengua de señas dirigida a docentes.
Con una presentación audiovisual dinámica y el apoyo de una intérprete, Pablo cautiva a su audiencia. Con rostros conmovidos pero llenos de orgullo, aplauden en la lengua de Pablo: agitando las manos en el aire.
No es para menos: concluyó su charla con un video que realizó durante sus estudios, en el que muestra cómo se percibe la falta de inclusión en una universidad donde la mayoría de los estudiantes son sordos y sólo hay una persona oyente. Las emociones afloraron, y la empatía hizo que cada asistente se pusiera en el lugar de la protagonista del cortometraje.
Algunos docentes se acercaron a conversar con él y los teléfonos fueron el puente de comunicación. A través de una app, Pablo escribía mientras la joven profesora que le preguntaba por su experiencia en esa academia de educación superior respondía mediante el bloc de notas predeterminado de su smartphone.
Al mediodía, el resto de su jornada laboral lo aguardaba y no podía retomarla sin antes comer algo. Se adentró en el caos citadino conduciendo su auto.
Pablo no percibe los claxon a su alrededor, pero vigila su entorno mediante los tres espejos retrovisores. Simultáneamente, sigue las indicaciones del GPS de su móvil, que en silencio lo dirige al drive‑thru de comida rápida más cercano.
Aprovechó que el semáforo justo antes de su destino estaba en rojo para, en la app Deaf Note, escribir su orden: un sándwich de pollo, junto a su número de Registro Nacional de Contribuyentes (RNC) para recibir la factura con identificación fiscal.
Al llegar allí había dos vehículos delante. En la espera, Pablo comenta que a veces los sordos temen usar el autoservicio y prefieren entrar al restaurante con el apoyo de aplicaciones como la citada. Pero él demuestra que no le resulta complicado, pese a la barrera comunicativa con el personal del lugar.
Llega su turno; quienes lo acompañamos esperábamos que la app utilizada unos minutos antes le diera voz a su pedido redactado, pero el joven se dirigió directamente a la ventanilla de pago, omitiendo ese paso.
Tras un saludo de extrañeza por la acción que acaba de presenciar, la joven cajera recibe del móvil de Pablo el teléfono. Previamente, él le señaló su oreja y, con un gesto de negación, intentó explicarle que no tiene audición.
Ella llevó el teléfono a la cocina y, segundos después, regresó diciendo que eran RD $300.00, información que tuvo que repetir más despacio para que Pablo pudiera leerle los labios. Sin embargo, él preguntó cuánto debía pagar a través de la aplicación.
La cajera introdujo el importe en el celular y le preguntó si pagaría con tarjeta. Para ilustrar eso, le señaló el datáfono.
Tras pagar con Apple Pay, Pablo emitió un “gracias” casi inteligible y retomó su camino al trabajo.
Aprovechando que nuevamente estaba detenido en un semáforo rojo, nos escribió que “en Estados Unidos muchos restaurantes de comida rápida discriminan y no permiten el acceso por la ventanilla del auto”, tal como ocurrió ese día.
El silencio que reinaba en el coche se interrumpió por algunos murmullos de Pablo. A mitad de camino recibió una llamada de Daniela, su prometida, quien es oyente. Entre señas y algunos sonidos, alternando la vista entre la carretera y la videollamada, Pablo le relataba a su pareja cómo había transcurrido su mañana.
Aunque los agentes de tránsito que cruzó no se percataron, si lo detienen y le solicitan su licencia, ésta indica en la parte posterior que posee discapacidad auditiva.
Ya en la calle de su oficina, le cuesta encontrar estacionamiento. Las circunstancias le disgustan y lo manifiesta con gestos de manos que pueden interpretarse como inconformidad o presión, hasta que la situación cambia a celebración y alegría cuando un coche se libera justo frente al edificio donde trabaja.
Su agenda marcaba trabajar con uno de los libros de la Biblia, analizando cada versículo con detalle y discutiendo en equipo para asegurar que la traducción a lengua de señas sea fiel, clara y comprensible para la comunidad sorda. Permaneció allí hasta alrededor de las 3:00 p.m.
Con mucho cansancio llegó al Palacio de Bellas Artes para cumplir con su última actividad del día: una obra de teatro.
Al entrar saludó con una sonrisa o levantando la mano a algunos contemporáneos que presentan otras discapacidades, mientras se dirigía al camerino destinado a las personas sordas.
Un joven con la misma condición lo esperaba para maquillarlos. No todos están privados de oído; algunos escuchan parcialmente o son oyentes con otras discapacidades. Curiosamente, entre ellos han creado sus propios signos o cuentan con un intérprete gracias a los implantes que utiliza.
Pablo sacó de su bolso el traje de Jesús de Nazaret que había llevado antes de salir de casa y aprovecha para darse una ducha, mientras sus compañeros se visten como abejas para representar la canción “Las Avispas” de Juan Luis Guerra, parte del espectáculo “Todos somos 4‑40” por el duodécimo aniversario del Teatro Orquestal Dominicano.
A medida que pasan las horas, la fatiga aumenta. Su expresión y movimientos lo revelan. Aun así, sigue participando en conversaciones con sus compañeros. En ese momento llega un militar que quiere formular una pregunta; la respuesta llega mediante señas: ese grupo de jóvenes que ríe y charla amablemente en el estrecho pasillo no le puede oír.
Su rostro mostró sorpresa y prosiguió hasta las familias ubicadas unos pasos más adelante.
La puesta en escena comienza a las 8:00 p.m. El itinerario de presentaciones pegado al espejo del camerino los ubica como los últimos en salir al público. A las 6:30 p.m. inició un “corrido”, una especie de ensayo general sin pausas que simula el arranque oficial del evento para calcular la duración.
Les tocó una hora antes de su momento estelar y, al no quedar más grupos pendientes, tuvieron la oportunidad de ensayar tres veces. La gran incógnita es cómo lo logran: con tres oyentes como parte del elenco, las vibraciones de la música y todas las prácticas previas al gran día.
Así, junto al resto del Teatro Orquestal Dominicano, lograron “una noche mágica donde el talento no tuvo límites”, bajo la producción y dirección general de Pablo Clark, la coordinación de Conny Méndez y la dirección artística de Iván Almánzar.
Nuestro protagonista, Pablo Taveras, concluyó su noche acompañado de su novia, su familia y amigos, cenando y celebrando lo conseguido, en medio de una ciudad y una sociedad que todavía tiene mucho por avanzar en materia de inclusión.
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