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Responder a esta cuestión requiere una corta exposición de los motivos que la originaron.
En Cartagena, del 24 al 27 de este mes, se lleva a cabo la XXIII Cumbre Mundial de Comunicación Política, la cual agrupa a estrategas y asesores de toda Latinoamérica.
Se podría suponer que se trata de un foro dirigido únicamente a estudiantes de posgrado que, impacientes por escuchar reiteraciones de lo obvio o por cumplir exigencias académicas, intentan enlazar experiencias regionales con la intención de trasladarlas a su propio entorno.
Sin embargo, no es así, aunque en parte lo es, pero no de forma exclusiva.
Como cabía esperar, la delegación de República Dominicana destacó por el bullicio que le es propio.
No obstante, lo que realmente captó nuestra mirada no fue el alboroto, sino la presencia de numerosos políticos en ejercicio que asistieron al encuentro, muchos de los cuales ya desempeñan cargos electos.
A modo de ejemplo, unos cuarenta concejales de los principales municipios dominicanos se ubicaban entre los primeros asientos.
Se intercambian contactos, posan con la bandera en alto y discuten sus proyecciones electorales.
Históricamente, los periodistas han intentado obtener de los políticos declaraciones sensacionalistas que sirvan de arranque para una noticia o para tratar un tema relevante.
En ese aspecto, nuestros políticos sobresalen: verdaderos personajes de comedia o tragedia que dominan su papel con maestría.
Algún osado ha sugerido que los requisitos para ser senador o diputado deberían incorporar una especialización académica, pero eso socavaría nuestra identidad, ya que los políticos deberían ser la representación fiel de los ciudadanos.
Asimismo, el político espontáneo, con escaso vocabulario y que a veces comete errores por su honestidad, ha demostrado ser más eficaz que el altamente capacitado, pues muestra mayor humildad para escuchar y corregir.
Sin embargo, observar a políticos emergentes formarse en comunicación, aunque desde la teoría disciplinar parezca provechoso, a la postre podría anular su espontaneidad y esa tendencia ya parece haberse propagado a distintos niveles.
Los fundamentos de la comunicación imponen la veracidad como principio esencial, pero en la práctica suele aparecer una brecha.
Me inquieta la idea de políticos que simulan humanidad, vulnerabilidad, pretenden ser carismáticos y promueven causas sociales populares (una estrategia recomendada por su eficacia frente a la formalidad) y que todo ello solo constituya una estrategia comunicativa.
De modo que, con el tiempo, la población jamás llegue a saber quién redacta realmente sus leyes, quién los representa en foros internacionales y quién decide día a día las cuestiones que configuran la vida en común.
Resulta loable que cualquier persona reciba formación en la disciplina que elija, y más aún si es política, pero si esa capacitación se emplea únicamente como herramienta para imponer intereses personales, grupales o partidarios, nuestros procesos electorales se reducirán a una puesta en escena donde confluyen personas adineradas y estafadores profesionales.
En este punto, el Estado debería disponer de mecanismos más eficaces que obliguen a los partidos a cumplir su propia normativa.
Aquella iniciativa de 2018, que acabó siendo anulada por la alta corte, nos proporcionó una sólida base teórica sobre la figura del político dominicano.
Según la Ley 33‑18, los partidos están obligados a crear programas de capacitación para sus militantes; a definir y aplicar su línea ideológica, y a regular los intereses de sus miembros.
Buscar la actuación política como si fuera teatro erosionará lentamente la ingenuidad de millones de dominicanos (porque, al fin y al cabo, la gente se entera) y al destruir esa simplicidad los arrastrará hacia un polo opuesto, mucho más peligroso.
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