Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- En el panorama público actual, la verdad ya no se busca como una meta, sino que se disputa como un trofeo. Las redes sociales, los medios de comunicación y diversos intereses económicos compiten sin descanso por imponer sus propios relatos. En esta contienda, la reputación termina convirtiéndose en un blanco fácil. Los ataques no se enfocan en debatir ideas; más bien, distorsionan la realidad. En el caso de María Elena Álvarez-Buylla, quien estuvo al frente del CONACYT y luego del CONAHCYT, la guerra mediática se convirtió en un auténtico laboratorio de manipulación. Aclaro sin ambigüedad que no tengo ningún conflicto de interés al escribir estas líneas: a) obtuve mi nivel del SNII III dos años antes de su llegada al cargo; b) nunca solicité apoyos de investigación durante su gestión —aunque habría sido totalmente legítimo hacerlo—; y c) jamás he trabajado, ni directa ni indirectamente, bajo su administración. Si no lo hice entonces, mucho menos ahora que ya no ocupa un cargo público. Escribo porque su gestión representó un cambio profundo en temas que vengo denunciando en estas mismas páginas desde 2012.
Primero. ¿Qué consiguió Elena durante su gestión, con base en datos públicos y verificables, en beneficio del interés colectivo? Mucho más de lo que sus detractores suelen admitir. Entre 2001 y 2018, el Estado destinó 45 mil millones de pesos al sector privado para proyectos sin innovación ni patentes a su favor. Durante su administración, esa fuga estructural se redujo de manera sustancial. El apoyo a la educación y a la investigación en instituciones públicas se elevó del 57.3% al 91.4%. Al asumir el cargo, descubrió 91 fideicomisos envueltos en opacidad y sin justificación institucional; al cerrarlos, se reintegraron al erario 21 mil millones de pesos. Las becas postdoctorales, que en 2018 apenas llegaban a 691, se dispararon a 4,789 en 2024, lo que representa un aumento del 593.1%. Asimismo, se depuraron las comisiones dictaminadoras y revisoras que por años habían funcionado como auténticos reductos de poder. Finalmente, se instauraron normas claras y una representatividad nacional, democratizando el acceso y rompiendo la concentración de privilegios que antes se limitaba a unos pocos centros. Y así se podría seguir enumerando un largo etcétera, donde el cambio no fue de personas o cosmético, sino de fondo, con todo lo que esa odisea implica para muchos intereses que habían visto en esta institución una fuente de extracción ilegítima de recursos públicos.
Segundo. No es de extrañar que una transformación de tal envergadura choque con intereses ya establecidos. Por eso la campaña en su contra no surgió de forma espontánea; fue meticulosamente planeada. Se trató de una ofensiva bien pensada, que combinó manipulación emocional, ataques personales y eco en el entorno digital. Su objetivo resultaba evidente: socavar su credibilidad y desmantelar su prestigio. Primero se sembró la duda, se magnificó un error, se distorsionó un dato, se inventó un conflicto. Luego se repitió hasta que esa versión se presentara como una supuesta “verdad”. Cada mensaje se diseñó para despertar la indignación. Las redes sociales amplifican el ruido, los *bots* lo convierten en escándalo y diversos medios lo validan. El método es antiguo, aunque la tecnología sea reciente. Los algoritmos no separan argumentos; perciben emociones. Detectan las palabras que avivan la ira y las sitúan en el epicentro del debate. Así, la verdad se difumina mientras la sensación se impone. Lo viral pesa más que lo real. Utilizan algoritmos para amplificar mensajes específicos, creando la impresión de un apoyo u oposición masiva. Convertir a una científica íntegra en villana fue parte del guion. Elena Álvarez-Buylla, reconocida por su prestigio y por vivir la honestidad como un principio rector, se volvió blanco del ataque. Su exigencia de rendición de cuentas se presentó como una amenaza. Y para neutralizarla, muchos no dudaron en cruzar la línea: dejaron atrás la ética, la decencia e incluso los mínimos que establece la ley.
Tercero. Cuando el ruido se vuelve ensordecedor, los hechos se convierten en refugio. En la campaña contra Elena Álvarez-Buylla se aplicaron técnicas clásicas de manipulación: el asesinato de carácter, el *framing* calculado y la distorsión de la verdad. No se buscaba informar, sino fabricar percepciones. Se sustituyó la evidencia por la emoción. La verdad no se improvisa: se construye con método. La transparencia fue su defensa más sólida. Frente al agravio a su derecho al honor, los datos son escudo. Donde entra la luz, la mentira se disuelve. Los datos son contundentes: redistribuyó recursos, fortaleció la investigación social y rompió con viejos privilegios. Por eso intentaron reducirla a la villana que el guion demandaba. Y en ese contexto emergió la espiral del silencio, amplificada por los algoritmos. Una parte de quienes han apoyado su gestión optó por callar ante la hostilidad digital. El temor al linchamiento simbólico impuso la autocensura. Así, las redes amplificaron un consenso aparente, fabricado por minorías ruidosas y *bots* programados para acallar voces disidentes. En la era digital, el silencio no surge de la indiferencia, sino del miedo a la condena colectiva artificialmente creada. Es lo que en comunicación política se denomina la espiral del silencio, donde la pobreza de espíritu y de carácter son las primeras en ceder. Cada ciudadano que contrasta y verifica se vuelve una barrera contra la manipulación. La transparencia no es vitrina: es ética pública en acción. En una era donde los falsos rumores parecen superar a los hechos en velocidad, la transparencia se transforma en una forma de resistencia civil. El caso de Elena Álvarez-Buylla demuestra que decir la verdad exige coraje. Ella lo posee, y lo ejerce. Su convicción no vacila, su honestidad no se negocia y su compromiso con el bien público no se rinde.
Combatir la desinformación no es una batalla personal: es defender el derecho colectivo a conocer los hechos. La verdad no necesita gritar; basta con resistir. Cuando los datos la respaldan, ninguna campaña logra derribarla. La magnitud del ataque revela la magnitud del cambio. Y ese cambio —real, tangible, irreversible— es lo que más temen quienes vivían de la opacidad.
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