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El reciente paso del temporal Melissa por el país ha dejado tras de sí inundaciones y destrozos materiales, pero, más importante aún, ha puesto en evidencia una verdad incómoda que se repite con cada evento meteorológico extremo: la notoria insuficiencia estructural de nuestro sistema de desagüe urbano y la peligrosa ausencia de una administración integral del agua de lluvia.
Esta situación, que supera la mera anegación de las calles, ha sido examinada con claridad por la Arquitecta Ana Moyano, cuya perspectiva aborda directamente las serias repercusiones sanitarias y urbanísticas que surgen cuando la fragilidad de la infraestructura se une a la negligencia general, bajo el título “Cuando el Agua Celestial se Convierte en Vehículo de Infección”.
La idea principal de Moyano reside en la anulación de límites que se produce durante una crecida. “Las inundaciones borran la línea divisoria tácita entre el agua potable y las aguas servidas”, alerta la arquitecta, explicando la mecánica de la emergencia: “Cuando la precipitación supera la capacidad de absorción del terreno y los sistemas de drenaje colapsan, los pozos sépticos, letrinas y alcantarillados improvisados se desbordan, vertiendo su contenido directamente al escurrimiento superficial”.
Lo que a simple vista parece ser simple agua inofensiva, en realidad se convierte en una mezcla biológica peligrosa. La combinación de aguas pluviales y residuales crea una carga orgánica y microbiana sumamente riesgosa, capaz de transportar bacterias fecales, parásitos intestinales y virus; esta polución extendida transforma cada vía anegada en un posible foco de enfermedades transmitidas por el agua, como el cólera, la leptospirosis, diversas diarreas y ciertas afecciones de la piel y el sistema respiratorio.
Este fenómeno subraya una realidad difícil de aceptar: el agua que desciende del cielo, un recurso natural vital, se transforma en medio de contagio cuando la edificación urbana no cumple su función esencial de proteger la salud.
El inconveniente, enfatiza la arquitecta, no es un simple fallo técnico aislado; es el síntoma de una falla general en la planificación urbana y la gestión pública. Las ciudades dominicanas, al igual que muchas otras en la zona, han crecido de manera desorganizada, omitiendo preceptos fundamentales de salubridad y manejo de riesgos.
La carencia de redes pluviales adecuadas, la falta de separación entre desagües sanitarios y pluviales, la proliferación descontrolada de pozos subterráneos para consumo doméstico y, críticamente, la colocación inapropiada de letrinas y fosas sépticas en áreas propensas a inundaciones, son manifestaciones de un modelo de expansión que privilegia el crecimiento sin asegurar los servicios primarios.
En las zonas urbanas muy pobladas y con menos recursos, el riesgo sanitario se dispara; el contacto directo con las aguas contaminadas, ya sea por necesidad, desconocimiento o ausencia de opciones seguras, resulta inevitable, evidenciando una profunda inequidad estructural en el acceso a la infraestructura básica. La exposición masiva a este peligro convierte la crisis del drenaje en una cuestión impostergable de equidad social y sanidad pública.
Ante este panorama, la arquitecta señala una imperiosa necesidad: integrar la perspectiva sanitaria del agua de escorrentía en la ordenación del territorio, los planes de contingencia y las estrategias de adaptación al cambio climático.
Esta visión implica un cambio fundamental; significa comprender que la salud colectiva no depende solo de centros médicos y campañas sanitarias, sino también de la infraestructura más modesta y olvidada: los desagües, los colectores de lluvia y los sistemas sépticos operativos. Los sistemas de drenaje urbano son, en esencia, infraestructuras de bienestar público, cuya ineficacia se traduce directamente en enfermedad y costos médicos. Además, la situación se complica con los efectos del calentamiento global, que intensifican la periodicidad y fuerza de las lluvias torrenciales.
Cada fallo del sistema no es solo un error constructivo, sino una amenaza directa a la salud magnificada por la crisis climática global.
La conclusión se resume en una frase impactante y un llamado ético que involucra por igual a ciudadanos y gobernantes: “No es agua caída del cielo: es agua viciada por nuestras omisiones comunes”. Esta declaración nos recuerda que la administración del agua urbana es una obligación compartida. La solución a este problema recurrente implica reforzar la conciencia ambiental y desarrollar urbes que no solo soporten mejor los fenómenos meteorológicos extremos, sino que sean también más justas y saludables.
Solamente cuando el agua que desciende del cielo encuentre su curso adecuado y la infraestructura necesaria, dejará de exponer las rupturas sociales, técnicas y morales de nuestras poblaciones. Solo así podrá recuperar su rol de fuente de vida que siempre debió tener, y no el espejo de nuestras deficiencias. Solo así, el agua podrá retomar su lugar: como fuente de vida, y no como reflejo de nuestros errores comunes.Este texto fue publicado inicialmente en El Día














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