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Siguiendo la tipología del “estado de bienestar”, Uruguay se presenta como un país singular. Si bien gran parte de estas políticas se afianzaron durante la era progresista, no son exclusivas de este período. De hecho, ya desde los albores del siglo XX, cuando el modelo político predominante respondía a la corriente batllista, el Estado se distinguía por una tradición de corte liberal y humanista. En la época contemporánea, Uruguay ha buscado mantenerse en la vanguardia en términos de justicia social: la regulación y fiscalización del cannabis, la despenalización del aborto, la aprobación del matrimonio igualitario son solo algunos ejemplos de los múltiples avances de una auténtica democracia liberal. Y ahora, con la legalización de la eutanasia, añade una nueva conquista al ámbito de los derechos, brindando a los ciudadanos garantías incluso en los trances más difíciles de su existencia.
El Parlamento es, de hecho, el corazón de la democracia. Este recinto, tan imponente, es el escenario de los debates políticos más cruciales del país. Así, el pasado 15 de octubre, tras una extensa sesión del Senado, se dio luz verde a una de las leyes más discutidas y progresistas a nivel mundial: la de “muerte digna”, que legaliza la eutanasia en situaciones de enfermedad incurable y sufrimientos extremos. Con esta determinación, la nación suramericana se convierte en el onceavo país a nivel global y el séptimo a nivel parlamentario en legislarla. A diferencia de los casos de Colombia y Ecuador, donde la eutanasia está despenalizada mediante fallos judiciales, Uruguay sienta un precedente en América Latina al consagrarla a través de una normativa precisa, formal y garantista.
Inspirada en modelos como los de Bélgica y Países Bajos, la nueva ley proporciona todas las salvaguardias necesarias para la correcta aplicación de la eutanasia activa. Contempla una comisión honoraria encargada de evaluar anualmente los casos, el respaldo de una Junta Médica e incluso mecanismos de revocación, tanto para el paciente que decida desistir del procedimiento, como para los profesionales que opten por no llevarlo a cabo. Como defendieron legisladores como el oficialista Daniel Borbonet, neonatólogo de profesión, la ley no impone obligación alguna, sino que genera opciones donde antes no existían.
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La promulgación de esta ley representa la culminación de más de cinco años de intensas deliberaciones, así como de cuestionamientos de índole política, ética e incluso moral. Entre algunas de las críticas más sonadas, se encuentran justificaciones de carácter religioso que, en una nación laica desde 1917, deberían tener un eco limitado en el debate público. No obstante, persisten aquellos que, bajo argumentos derivados de la bioética, rechazan el proyecto alegando que menoscaba la propia vida humana. En contraposición, sus defensores resaltan el carácter “garantista” de la regulación, que otorga a cada individuo la autonomía de decidir sobre su cuerpo en circunstancias donde su mera existencia se vuelve una carga.
El debate superó dos períodos de gobierno, un cambio de color político, reestructuraciones parlamentarias, pero nunca perdió la línea del respeto y el consenso. En un país acostumbrado a procesar sus diferencias con sosiego institucional, la eutanasia demandó mucha paciencia, aunque sin caer jamás en estridencias.
De 31 votos posibles, 20 fueron a favor. A la mayoría de 17 votos de la coalición de izquierda, Frente Amplio, que ejerce la Presidencia de la República, se sumaron los 3 restantes pertenecientes a partidos opositores, 2 del Partido Colorado y 1, sorpresivamente, del Partido Nacional. Ninguna fracción política votó por disciplina partidaria, sino a título personal. Esta libertad de acción permitió que figuras como la senadora Graciela Bianchi, del Partido Nacional, se desmarcara de sus compañeros de partido y secundara el proyecto.
Ope Pasquet, considerado “el impulsor” de dicha legislación, la defendió argumentando que “no hay dignidad sin libertad”. Este emblemático legislador, recientemente retirado, regresó a la arena parlamentaria para hacer su última y crucial contribución. Pero la ley no es únicamente mérito de legisladores y legisladoras bienintencionados, sino también el triunfo de una sociedad civil organizada e informada. La soberanía reside en la nación, y cualquier política pública con visión de futuro requiere de movilizaciones. Sin el esfuerzo de colectivos como Empatía Uruguay, así como de los potentes testimonios de pacientes y familias que atravesaron procesos dolorosos, el proyecto probablemente seguiría extraviado en algún cajón.
A modo de conclusión, es cierto que el debate en relación con la ley está lejos de cerrarse. Como sucede con muchos proyectos de carácter casi disruptivo, las voces más críticas irán cobrando fuerza paulatinamente. A algunos, el concepto de “muerte digna” les resulta casi nefasto. Según argumentan, ¿qué diferencia una muerte digna de una que no lo es? Probablemente la respuesta radique en el mismo principio que da significado a la vida: la libertad y, en especial, la libertad de elegir.
Uruguay con esta legislación no ensalza la muerte, ni mucho menos la promueve. Lo que aquí se ofrece, a las personas en determinadas situaciones, es la garantía de que podrán tomar decisiones sobre su propia vida. Morir con dignidad no depende solo de circunstancias médicas, ni tampoco de trasfondos religiosos o culturales, sino de asegurar la autonomía de la decisión. Se trata de consagrar un principio inherente a la libertad del individuo.
Paradójicamente, al día siguiente de la promulgación, el presidente de la República, Yamandú Orsi, se encontraba en el Vaticano a la espera de ser recibido por el sumo pontífice, León XIV. Al ser consultado sobre la ley, señaló que la eutanasia es un tema que pone en diálogo asuntos filosóficos con los religiosos, no así con identidades partidarias. Aunque su respuesta no convenció a muchos, en ese momento, fue la más diplomática posible. Al final, la ley de eutanasia ya es una realidad para Uruguay, ofreciendo además una ruta a seguir para la región: la dignidad no se legisla mediante dogmas, sino con diálogo y, sobre todo, libertad.
Valentina Starcovich es internacionalista egresada de la Universidad de la República, Uruguay. Posee un posgrado en Comercio Internacional de la Universidad de Montevideo y es candidata a magíster en Ciencia Política por la Universidad Torcuato di Tella, Argentina.
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