Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
La cotidianidad procura una apariencia de normalidad mientras se intensifica la exigencia de liberar a los rehenes retenidos por Hamás. El mandatario estadounidense, Donald Trump, ha presentado una propuesta de 20 puntos para poner fin al conflicto, la cual ha sido aceptada por el premier israelí, Benjamin Netanyahu. Se aguarda la reacción del grupo islamista.
Si no fuera por el fusil que lleva al hombro, parecería un adolescente. Viste ropa de civil, tiene una piel con gran acné y unos ojos azules que aún no han madurado por completo, pero ya cargan con el peso de toda una nación.
Camina con naturalidad hasta sentarse en una cafetería a compartir sonrisas con conocidos. Otro joven desmonta de su coche, algo apresurado, saca un rifle similar y acelera el paso hasta perderse en una callejita.
El camino que atraviesa muestra un mural con los rostros de los 20 cautivos que permanecen en manos de Hamás, con quienes Israel lleva una guerra encarnizada desde el 7 de octubre de 2023.
Ese mural en esa diminuta calle se replica en múltiples sitios, en distintas escalas: en el aeropuerto de Tel Aviv, tanto a la llegada como a la salida del país; en muros abandonados y también en Kikar HaHatufim, la Plaza de los Secuestrados, situada justo frente al cuartel general de las Fuerzas de Defensa de Israel, acompañada por un reloj digital que cuenta cada segundo que pasa sin volver a casa.
Si no fuera por esos carteles y por los niños muy jóvenes que portan fusiles sobre sus hombros, se podría pensar que Israel vive en paz.
Nada más alejado de la realidad.
Esa mañana de septiembre, las alertas en los móviles advirtieron de un ataque proveniente de Yemen y se anticipó que el primer ministro y las fuerzas armadas ordenarían la invasión terrestre a Gaza, lo cual finalmente sucedió.
En días anteriores, Israel había bombardeado territorio catarí con la intención de eliminar a miembros de Hamás.
Aquella decisión generó temor entre padres e hijos, pero ya se había vuelto inevitable.
En la Franja, la tragedia.
Más de 450 000 personas se desplazaron hacia el sur tras la advertencia de una incursión masiva de las fuerzas israelíes. Antes habían soportado bombardeos constantes sobre edificios altos que les servían de referencia, ya fueran hospitales o viviendas, que ahora son montañas de polvo y escombros.
Persisten los clamores de organismos internacionales sobre la hambruna en Gaza, mientras el ejército israelí muestra en Kerem Shalom toneladas de ayuda humanitaria que aseguran están listas para entregarse.
Aunque todo parece revestido de cierta calma, el drama está latente y se percibe en cualquier conversación cotidiana.
En una charla informal, un hombre confiesa que pospuso la decisión de ser padre hasta la firma de los Acuerdos de Oslo en 1993 entre Palestina e Israel, cuando renació su esperanza de un futuro tranquilo donde echar raíces.
Ese mismo padre se describe indefenso al negar el préstamo de su coche a su hija, ya entrenada por el ejército para comandar un tanque y decidir sobre su vida, la de los ocupantes del vehículo blindado y la de los que se crucen en su camino.
A kilómetros de allí, otro padre aguarda la llamada de su hijo, también enrolado en las fuerzas armadas.
Cuando esa señal llegue a su teléfono, significará que no hay regreso y que entrará por cuarta vez a Gaza.
Todo ocurre en una rutina extraña o inusual para quien no está habituado.
Al amanecer, la gente sale a ejercitarse a las playas de Tel Aviv. Algunos corren en carriles especiales y otros practican “footvolley”, un deporte parecido al voleibol tradicional pero donde solo se usan las piernas, nunca las manos.
Si llegan alertas al móvil, se revisan con naturalidad. Si el peligro es inminente, se dirige a los refugios.
Con todo ello aconteciendo en el territorio, a nivel internacional las alertas siguen activas: la presión internacional crece para detener los desplazamientos poblacionales, lograr un alto al fuego y comenzar la reconstrucción de una comunidad casi borrada.
La resistencia pública la encarna el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, quien desde el podio principal de la ONU declara que está cerca de “terminar el trabajo” en Gaza.
Al norte del país, un veterano retirado de las fuerzas militares tranquiliza a periodistas extranjeros que han escuchado varias explosiones en la frontera con el Líbano. “Eso estuvo cerca”, comenta uno de los corresponsales.
“No, eso estuvo a 10 kilómetros de aquí”, corrige el ex‑inteligente israelí. “Ustedes están seguros en esta zona”, concluye.
Ese gesto de calma llega tras serios bombardeos focalizados al grupo islamista Hezbolá, que constituye una de las fuerzas paramilitares más poderosas de la región.
Se podría escribir que la vida diaria aquí no es señal de normalidad, sino de tragedia convertida en rutina. O que la guerra no es un paréntesis, sino el texto central de sus vidas.
Con tantas amenazas sueltas, lo que heredarán los hijos de aquella joven de ojos azules, al igual que los del chico que corría apresurado, serán sus uniformes.
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