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Así como examinamos los sistemas de partidos políticos según diversos criterios como su número –unipartidista, bipartidista, multipartidista–, su peso electoral y su ubicación en el espectro ideológico: izquierda, centro, derecha. Además del tipo de régimen político, de forma análoga podemos analizar los sistemas internacionales a lo largo de la historia y la distribución del poder –unipolar, bipolar, multipolar y pluripolar– y el nivel de interacción entre los Estados en función de su alineamiento ideológico, su moderación o sus grados de polarización.
El clima de cooperación entre las organizaciones políticas, al igual que entre los Estados, se amplifica cuando el pragmatismo triunfa sobre las divergencias ideológicas. El ambiente de confrontación supera al de colaboración cuando las disputas ideológicas se manifiestan desde los extremos, generando un contexto hostil para la negociación, el reconocimiento del enemigo, no del mero adversario, y las interacciones políticas propias de un sistema democrático.
Estos principios aplicados al escenario geopolítico actual de la región de América Latina y el Caribe explican la postura del presidente de Colombia, Gustavo Petro; la presidenta de México, Claudia Sheinbaum y, el presidente de Chile, Gabriel Boric, quienes se han atrincherado en sus convicciones ideológicas y han optado por respaldar a las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Bajo el pretexto de la exclusión –de tres dictaduras– para la Décima Cumbre de las Américas, prefieren desperdiciar una plataforma ideal para exponer sus diferencias a Trump cara a cara y se decantan por el desaire.
Una clara represalia ante la actitud singular de un presidente que promueve su doctrina de política exterior basada en “la paz a través de la fuerza”, que, de igual modo, no titubea al plantear sus conceptos y luchar con firmeza, mediante medidas extremas y poco diplomáticas, por sus propios intereses. Desde la insólita aplicación de aranceles a Brasil por el proceso judicial contra el presidente Bolsonaro por motivos netamente políticos –condenado a veintisiete años de prisión– hasta la abierta injerencia en el proceso electoral argentino, condicionando el apoyo de veinte mil millones de dólares al presidente Milei, si y solo si resulta vencedor en las próximas elecciones legislativas.
Estos líderes interpretan el despliegue militar en el sur del Caribe como intromisiones que podrían culminar en el derrocamiento del presidente –ilegítimo– de Venezuela, Nicolás Maduro. No reconocen la valentía de María Corina Machado, ni la consideran digna de un galardón –Premio Nobel de la Paz– como tributo a la batalla democrática que está librando en el terreno, a pesar de los abusos del régimen dictatorial del sucesor de Chávez. Esto contrasta con lo que se había vuelto casi un patrón: líderes emergentes en momentos electorales que luego se desvanecían en el anonimato –Leopoldo López, Juan Guaidó, Capriles, Edmundo González– y la mayoría al exilio. Adicionalmente, los niveles de fricción se intensifican con la posibilidad de una intervención de la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
La inasistencia de estos gobernantes a la cumbre es una consecuencia política de las tensiones que se viven en la región. Aunque pudiera deslucir simbólicamente la foto protocolar e inaugural del evento, no menoscaba la imagen ni el influjo de la República Dominicana como defensora de los valores democráticos y una economía que garantiza la paz, la seguridad jurídica, la inversión extranjera, la estabilidad política y las transiciones pacíficas en el poder.
Pese a que no hemos permanecido indiferentes a la adversidad que atraviesa la patria de Bolívar –en varias ocasiones actuamos como mediadores entre el Gobierno y la oposición–; e incluso, el país se unió a quienes solicitaban al Consejo Nacional Electoral (CNE) de Venezuela divulgar las actas que avalan los resultados de las elecciones del año pasado, nuestro principal desafío en la esfera global no reside en lo que ocurre en el sur del Caribe, sino en el oeste de la Hispaniola.
República Dominicana se ha concentrado, como los caballos, en su principal problema internacional: la situación de Haití. Un país considerado aislado según Huntington porque ninguna otra nación se siente identificada con sus valores culturales ni con el vudú, el creole y su trayectoria revolucionaria.
Desafortunadamente somos vecinos del país más empobrecido del hemisferio occidental y es imperativo que aboguemos por su recomposición económica e institucional para prevenir el colapso de nuestra nación a través de las migraciones masivas e incontroladas, las drogas y el tráfico ilícito de armas que amenazan constantemente nuestro territorio. Querámoslo o no, nuestro destino y los principios esenciales de nuestra nación dependen de la suerte de nuestro vecino.
Ese es el foco de la patria de Duarte y es lo que dicta el manual de la RealPolitik: las naciones deben actuar en función de la razón de Estado y aprender a convivir de acuerdo con el fluctuante equilibrio de poder.
La tenaz e inteligente gestión del jefe de la política exterior dominicana, cimentada en el interés nacional, ha generado frutos; recientemente se logró un momento histórico en el Consejo de Seguridad al aprobar la transformación de la Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad de Haití (MMASH), en una Fuerza de Eliminación de Pandillas (FEP) haitianas. Todo esto para intentar restablecer la estabilidad social y política en una nación donde, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), más de la mitad de su población padece hambre.
En consecuencia, no podemos quedarnos anclados en los extremismos de izquierda o de derecha que obstruyen el diálogo racional, el cual siempre se sitúa en el centro del espectro político.
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