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La reciente determinación del Gobierno dominicano de impedir la asistencia de Nicaragua, Venezuela y Cuba a la próxima Cumbre de las Américas ha generado un fuerte revuelo político y diplomático que, es innegable, impactará la percepción internacional sobre la nación. Esta postura, adoptada por la Cancillería bajo la dirección de Roberto Álvarez, parece interpretarse como una adhesión casi automática a los dictados de Estados Unidos, más que como una acción cimentada en un análisis serio de la situación regional.
La exclusión de estos tres estados no solo causó malestar generalizado en el continente, sino que ya se materializó en efectos concretos: los mandatarios de México y Colombia anunciaron su desistimiento a participar en el evento, en señal de apoyo a las naciones marginadas. Una reacción que resultaba anticipable para cualquier profesional de la diplomacia dotado de sensatez, cautela y visión hemisférica.
Es comprensible que la estrategia dominicana tuviera un propósito: un canje implícito para obtener el respaldo de EE. UU. a la intervención multinacional en Haití, gestionada en el Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, el precio de tal jugada ha resultado excesivo. La República Dominicana bien pudo haber salvaguardado sus intereses nacionales sin comprometer su prestigio en la región. Se trata, en esencia, de una gestión deficiente de la oportunidad y de los símbolos que se proyectan.
La Cancillería dominicana debió anticiparse al efecto dominó provocado por este veto. Roberto Álvarez, un diplomático con notable trayectoria y reputación internacional, habría debido mostrar mayor agudeza y circunspección. No es solo una cuestión de quién asiste o no a la cumbre, sino de cómo el país exhibe su independencia y su capacidad para mediar entre las grandes concentraciones de poder global. En el ámbito de las relaciones exteriores, los ademanes son tan influyentes como las decisiones en sí mismas.
El único factor que quizás podría mitigar el golpe de este tropiezo diplomático sería la eventual visita de Donald Trump a la República Dominicana, un acontecimiento histórico al ser la primera vez que un presidente estadounidense en ejercicio pisa la isla. No obstante, ni un evento de tal magnitud lograría disipar la sensación agridulce que queda en la región, la de un país que da la impresión de acatar ciegamente los deseos de Washington, incluso pasando por alto el consenso latinoamericano.
La historia reciente nos demuestra que otros gobiernos dominicanos —con independencia de su orientación política— han sido capaces de mantener lazos funcionales y realistas con Estados Unidos, sin sacrificar la dignidad nacional ni interrumpir el diálogo con Latinoamérica. La República Dominicana tiene la vocación de ser un puente, no un mero punto de apoyo.
Las cumbres panamericanas fueron concebidas para generar unión y fomentar el diálogo, no para dejar fuera y fragmentar. La salida a esta crisis no estriba en disculpas públicas ni en justificaciones retóricas. Reside en recuperar la esencia de la tradición diplomática dominicana: ser un actor mediador, inteligente y abierto a la concertación. En vez de optar por exclusiones impuestas, deberíamos haber abogado por un espacio de discusión fructífera, donde incluso las voces más cuestionadas pudieran ser oídas bajo los pilares de la soberanía y la cooperación hemisférica.
Aún tenemos la oportunidad de corregir el rumbo. El liderazgo regional se gana mostrando autonomía y visión de futuro, no mediante la obediencia. En un continente que clama por la cohesión, la República Dominicana no puede permitirse el lujo de ser recordada como la nación que eligió la división cuando su deber era construir acuerdos.
El veto dominicano en la Cumbre de las Américas parece hacer resonar antiguos ecos de la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto, ideologías que justificaron la preeminencia de Estados Unidos sobre el continente bajo el pretexto de la protección regional. En contraposición, documentos como la Carta de Jamaica de 1815 y el Congreso Anfictiónico de Panamá de 1826, promovidos por Simón Bolívar, defendían la integración latinoamericana y la plena autonomía de los pueblos frente a cualquier injerencia extranjera. Al alinearse sin reservas con la agenda de Washington y rechazar la participación de tres naciones hermanas, el gobierno dominicano se aparta de aquel ideal bolivariano de unidad y soberanía continental, para situarse en una lógica de subalternidad que evoca más la tutela que la verdadera diplomacia.
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