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Celia Cruz vio la luz del mundo en La Habana (Cuba), justo en el barrio Suárez, un 21 de octubre de 1925. Fue la segunda de los hijos de Simón Cruz, quien se desempeñaba como fogonero en los ferrocarriles, y de Catalina Alfonso, dedicada a las labores del hogar.
A tenor de los estándares sociales de su tiempo, Celia Cruz no parecía tener las cualidades idóneas para erigirse en la vocalista de salsa más aclamada y demandada de la historia del género: era pobre, de complexión delgada y, además, de raza negra. Esta es la conclusión que emerge con motivo del centenario de su natalicio, al evocar la epopeya de su tenaz existencia, cuya estampa, con sus llamativas pelucas, perdura en la memoria colectiva con una nitidez comparable a la de figuras universales como Charlot, Dalí o Albert Einstein.
Celia Cruz nació en La Habana (Cuba), específicamente en el barrio Suárez, el 21 de octubre de 1925, siendo la segunda criatura de Simón Cruz, trabajador de los ferrocarriles, y Catalina Alfonso, ama de casa. En ese hogar modesto, compartido con sus tres hermanos —Bárbaro, Dolores y Gladys— y un grupo de once primos, su tarea era arrullar a los más pequeños cantándoles nanas, una habilidad vocal prodigiosa que, según relatan sus biógrafos oficiales, Umberto Valverde (fallecido) y Eduardo Márceles Daconte, heredó de su madre. Sus obras biográficas, “Reina Rumba” (1981) y “Azúcar” (2004), respectivamente, dan fe de estos detalles.
A pesar de que la esclavitud había sido abolida oficialmente en 1886, el estatus de los afrocubanos no experimentó grandes transformaciones. Para Celia Cruz, la única opción viable de ascenso social, aunque fuera modesto, era el magisterio, dado que las profesiones liberales les estaban absolutamente vetadas. Por ello, cursó la carrera de maestra en la Escuela Normal de La Habana, graduándose en 1940, pese a que su verdadera aspiración era labrarse un camino como cantante profesional.
Esto se debía a la simple realidad de que no todas las mujeres podían alcanzar el estrellato de Rita Montaner, una figura única: hija de un hombre blanco y una mulata, poseedora de una belleza deslumbrante y de una formación musical exquisita en el piano, solfeo y canto, adquirida en los mejores conservatorios capitalinos gracias a sus padres. “Rita era una joven bellísima. La más hermosa que había visto. (…) No era alta, pero estaba muy bien proporcionada y tenía las manos más preciosas que jamás tocaron mi Steinway”, comenta el profesor René Méndez Capote en su obra “Mis recuerdos de Rita Montaner” (1980).
Sin embargo, no todo fueron obstáculos, ya que Celia Cruz gozó de la fortuna de nacer en el sitio y el instante adecuados. Por aquellos años, Cuba se había convertido en el primer país de Hispanoamérica en asimilar la modernidad, impulsada por el auge de su industria azucarera y las cuantiosas inversiones estadounidenses en la isla. La Habana, en particular, se transformó velozmente en uno de los destinos turísticos más codiciados y reconocidos a nivel internacional, gracias a sus playas, su vibrante música, su atmósfera cosmopolita y su elevada calidad de vida.
Este atractivo balneario atraía a figuras de la talla de Enrico Caruso, Anna Pavlova, Berta Singerman e incluso el premio Nobel de Física de 1921, Albert Einstein, entre otros. Además, llegaban cientos de turistas adinerados, ansiosos por asistir a los espectáculos musicales más suntuosos ofrecidos en sus exclusivos cabarés y casinos, a cargo de los elencos, vocalistas y orquestas más insignes, tanto cubanos como foráneos.
Estos eventos generaban una demanda colosal de talentos artísticos locales, lo que justificaba la afirmación, no exenta de verdad, de que Cuba era el país que, per cápita y por superficie, engendraba la mayor cantidad de cantantes y músicos del orbe. En este contexto comenzó a moverse Celia Cruz cuando decidió abandonar su sueño de enseñar y dio sus primeros pasos en el ámbito del canto.
Celia en Cuba
Según la propia cantante, las personas que más la influyeron fueron su madre, una tía y un primo llamado Serafín, quien se encargaba de inscribirla en cada concurso de aficionados que radiaba la radio cubana, fundada en 1922. En 1938, se presentó y triunfó en el programa “Los reyes de la conga” de Radio Lavín, seleccionada por un jurado de excepción presidido nada menos que por Rita Montaner. Posteriormente, repitió éxito en “La hora del té” de Radio García Serra. Su paso por “La corte suprema del arte”, el espacio más popular de CMQ, no fue tan fructífero, debido a prejuicios raciales, ya que en ese programa se solía dar preferencia a cantantes mulatos.
Su primer contrato estable como cantante profesional se formalizó en 1944 en Radio Mil Diez, apodada ‘La emisora del pueblo’ por su ferviente respaldo a la difusión de la música afrocubana y sus exponentes más destacados. Celia llegó a compartir el micrófono con estos artistas y, además, tuvo su propio programa diario, “Momento Afro Cubano”, transmitido cada noche a las 10:15, con el acompañamiento de la orquesta de la emisora, dirigida por el maestro Enrique González Mantici.
Sus primeras grabaciones discográficas, “Changó” y “Babalú”, se remontan a 1942, realizadas junto a la orquesta de Obdulio Morales y el Coro Yoruba de Alberto Zayas, con la percusión de los Tambores Batá de Torregrosa, Pérez y Ramírez.
En 1947, grabó cuatro temas con la orquesta de Ernesto Duarte: “El cumbanchero”, “Mambé”, “La mazucamba” y “Quédate negra”, que presagiaron el futuro prometedor de su carrera. Al año siguiente, el coreógrafo Rodney la integró a su espectáculo “Sinfonía en blanco y negro”, en el Teatro Fausto, junto al conjunto “Las Mulatas de Fuego”. Con este grupo realizó giras por México y Venezuela, donde grabó un sencillo con la Sonora Caracas, “Pa’gozá”, con “Qué jelengue” en el reverso. De vuelta, hizo lo propio con La Gloria Matancera, un disco de 78 r. p. m. que incluía “Pa’que sufran los pollos” y “Después, quizás”, según documenta la filóloga Rosa Marquetti en su libro “Celia en Cuba” (2024).
Tras un arduo peregrinaje, que la llevó a actuar en escenarios de gran prestigio, en 1950, la trayectoria de Celia Cruz dio un giro determinante al unirse a la Sonora Matancera, la agrupación musical más célebre de Cuba, para ocupar el lugar dejado por la cantante puertorriqueña Mirta Silva.
La transición no fue sencilla para ella, una vez más, dado que el único apoyo incondicional provenía de Rogelio Martínez, su director. Tanto el público como Sidney Siegel, dueño de la discográfica Seeco, se mostraban reacios a aceptarla, criticando “su voz potente y chillona”.
A pesar de la resistencia, Martínez se mantuvo firme en su decisión: “Cuando esa mujer abrió la boca se me erizaron los pelos y la contraté de inmediato para mi programa en Radio Progreso en La Habana”, recordaría más tarde en una entrevista.
Esta acertada elección se consolidó al año siguiente con su primer disco de 78 r. p. m., que contenía por un lado “Cao, cao maní picao”, de José Carbó Menéndez, y por el otro, “Mata siguaraya”, de Lino Frías. El sencillo se convirtió en un fenómeno de ventas en toda Latinoamérica. El resto de su historia en el grupo es ampliamente conocida y no hace falta reiterarla.
Pero las cosas siguieron evolucionando; a partir del 15 de junio de 1960 comenzó la etapa culminante y más reconocida de la vida de Celia Cruz, cuando la emblemática orquesta cubana decidió exiliarse en México, a causa de desavenencias con el régimen castrista. Pese a que seguían gozando del cariño del público, su sonido ya no poseía la misma magia inconfundible que habían logrado en los estudios de grabación de Radio Progreso. Un año después, se establecieron en Estados Unidos.
Cinco años más tarde, la “Guarachera de Cuba” optó por separarse de la agrupación para emprender su senda como solista, de la mano de la orquesta del “Rey del timbal”, Tito Puente, con quien grabó ocho álbumes entre 1966 y 1971, además de realizar múltiples giras.
Llegada a la Fania
En 1973, se produjo el esperado encuentro, gestionado por Larry Harlow, entre Celia Cruz y Johnny Pacheco, “El Hombre Fuerte de la Salsa”, líder de su orquesta y de la disquera Fania Records. Esta unión se concretó rápidamente con su participación estelar en un concierto multitudinario de la Fania All Stars en el Yankee Stadium de Nueva York, que agotó todas las entradas.
Su actuación deslumbrante tuvo como respuesta inmediata la firma de un contrato con el sello Vaya Récords, subsidiaria de Fania. A esto le siguió un concierto en el Coliseo Roberto Clemente de San Juan de Puerto Rico, donde fue figura central durante el acto de inauguración.
Esta impresionante secuencia de eventos culminó con broche de oro ese mismo año en el concierto de Kinshasa, donde compartió escenario con figuras de la talla de James Brown, Miriam Makeba y BB King, con motivo del combate de boxeo entre Muhammed Ali y George Foreman.
Para colmo de bienes, en ese corto intervalo se lanzó simultáneamente el álbum “Celia & Johnny”, que alcanzó altísimos índices de venta y se hizo merecedor de un disco de oro. Este éxito impulsó a Pacheco a producir dos placas discográficas adicionales: “Tremendo caché” y “Recordando el ayer”, con resultados igual de exitosos, a los que se añadirían “Eternos”, “Celia, Johnny and Pete” y “De nuevo” entre 1978 y 1985.
Sin dudarlo un instante, la ya apodada “Reina Rumba” se lanzó a una frenética agenda para cumplir a cabalidad con sus nuevas responsabilidades contractuales con el mayor imperio de la música caribeña conocido hasta ese momento.
Cuando no se encontraba grabando con las orquestas más prominentes en los estudios de la casa discográfica en Nueva York, dedicaba su tiempo a realizar giras por todos los continentes con su nuevo y aclamado elenco. El fruto de esta colaboración dorada con Fania Records fue incalculable, aunque lamentablemente se interrumpió con su último trabajo para el conglomerado, “Tributo a Ismael Rivera” en 1992, que incluía sus célebres interpretaciones de “Las caras lindas” y “El negro bembón”.
La relación entre estos dos gigantes se prolongó durante 18 años, un período incluso superior al que pasó con la legendaria Sonora Matancera. Este legado se materializó en 40 álbumes grabados en estudio, sin contar los más de quince discos de sus actuaciones en vivo, que le valieron tres premios Grammy y cuatro premios Grammy Latinos, además de la obtención de 23 discos de oro.
Su fulgurante carrera ha quedado inmortalizada con una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood; la famosa calle ocho















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