Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
En los últimos días me topé con una hipótesis de una psicóloga de EE. UU. que sostenía que, al exigir perfección a nuestros hijos, estamos generando problemas; cualquier señal de imperfección se interpreta como un trastorno que nos lleva a buscar ayuda psicológica e incluso a medicarlos.
Somos los adultos quienes, al colocar a los jóvenes en “cajas de oro”, creemos estar fomentando su felicidad, pero en realidad les estamos diciendo que están enfermos, que no pueden resolverlo por sí mismos y que requieren asistencia externa.
No hablo de casos extremos, sino de la cotidianidad: actitudes y conductas diarias que no comprendemos dentro del marco en que nacen, de cómo se están formando y de la manera en que los padres los criamos.
Nos hemos convertido en cazadores de fallas. No les permitimos equivocarse, enfadarse o actuar fuera de lo que catalogamos como “ideal”.
Identificamos dos situaciones que comparten la misma vulnerabilidad en nuestros hijos.
La primera corresponde a aquellos que se vuelven inseguros y se recluyen en sí mismos. Anhelan ese modelo perfecto, pero no logran alcanzarlo. Al final, aparecen comportamientos que activan la alarma, sin que se comprenda su origen.
La segunda agrupa a los que, por la necesidad de pertenecer, se dejan arrastrar por presiones externas y no consiguen desarrollar una personalidad sólida. Se suben a la corriente que creen los hará entrar en la sociedad.
Sea cual sea el patrón, los padres nos angustiamos al no comprender lo que ocurre y recurrimos a la terapia, creyendo que será la solución. Sin intención, los metemos en una espiral donde piensan que algo está mal en ellos, que no pueden solucionarlo por sí mismos y que requieren ayuda. Así, crecerán bajo esa premisa.
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