El rodaje fue —según Farrell— una de las vivencias más intensas de su trayectoria: “Filmamos a la 1 a.m. en la sala de juegos más sobria que jamás haya visto. Y el desorden era genuino”.
La propuesta de “Ballad of a Small Player” (“Balada de un jugador menor”), ya disponible en Netflix, siempre fue más que un mero thriller de casinos: quiso sumergirse en el abismo del destino de un hombre que apuesta hasta autodestruirse, analizando a la vez una cultura de riesgo, vanidad y soledad que ya no puede verse como algo foráneo.
En una conversación a la que Listín Diario accedió, el actor principal, Colin Farrell, describe a su personaje, Lord Doyle, con franca crudeza: “Como tantos adictos, es algo narcisista, y solo puede percibir el mundo a través del filtro de sus propios requerimientos y anhelos”. Esta frase resume la doble dimensión de la película: por un lado, un espectáculo absorbente grabado en los casinos de Macao; por otro, una confesión íntima sobre la deuda personal que permanece oculta.
Para el realizador, Edward Berger, la elección del escenario fue deliberada. “Teníamos la intención de sentir el esfuerzo, la alegría, la tristeza. Estar junto a nuestro protagonista en todo momento”, afirma el director, enfatizando que la cámara no está allí para juzgar, sino para acompañar el descenso del personaje. Ahí reside la novedad: en lugar de observarlo desde lejos como un culebrón suntuoso, lo seguimos de cerca, compartimos sus reveses, alcanzamos sus penumbras.
“Ballad” no muestra al vencedor, sino a aquel que se aferra a la creencia de que puede triunfar mientras todo se desmorona a su alrededor.
Farrell añade: “No tiene noción de cuánto su pasado habita en cada fibra de su ser”. Y esa “fibra” es el material emocional que Berger persigue desintegrar en pantalla.
La película edifica un universo suntuoso —luminiscencia de neón, vastas áreas de apuesta, estallidos de fichas—, pero Berger lo describe con franqueza: “Buscaba algo operístico, con diversión y tragedia simultáneas. Pop y vibrante”. Y ahí se revela la contradicción: un marco de lujo tan dedicado a ocultar, en realidad expone.
La grabación en Macao fue —según Farrell— uno de los desafíos más grandes de su carrera: “Estuvimos rodando cerca de la 1 a.m. en el salón de juegos más serio que he visto. Y el desorden era real”.
Ese fondo de veracidad no es un simple detalle, sino una decisión estética para que el filme se sintiera vivido, no fabricado. Doyle no es un “magnate del juego”; es un hombre que se deshace en un mar de luces fingidas.
El hecho de que Berger lo denominara “pop-ópera” es más que un eslogan. Lo explica así: “Imagínelo como un diálogo continuo que mantienes con el mismo círculo de gente… de pronto te agobia lo que estás repitiendo y necesitas pivotar a otra cosa”.
La frontera entre éxito y fracaso es tan tenue aquí que el largometraje funciona como un espejo para cualquiera que haya arriesgado algo —afectos, aspiraciones, identidad— en una mano, sin saber qué carta vendrá después.
Farrell recalca: “Durante casi toda la película, su única preocupación es el dinero”. Sin embargo, lo que impulsa la narrativa no es la euforia monetaria: es la ilusión de tener el mando.
Doyle juega como si el mañana fuera seguro y no una ruina pendiente de un lanzamiento. Y en ese punto el filme se desata. Porque el casino no es el adversario, sino el escenario donde Doyle confronta su propia imagen.
Para Berger, el actor era el medio ideal para esa travesía: “Posee un semblante sensible, emoción pura… desde el instante en que ves a Doyle percibes su máscara. Luego, la piel se desprende”.
Esa analogía de la piel —capas que caen, sentimientos que al fin quedan al descubierto— define cada toma, cada silencio, cada mirada de Farrell que parece autoexaminarse desde adentro.
La temática del riesgo se extiende más allá del personaje. Farrell relata que visitó casinos auténticos, probó el baccarat para captar esa inmediatez del azar: “Las pérdidas son veloces, las fichas vuelan… te envuelven. Y alguien que ha perdido reiteradamente aprende a disimular sus magulladuras”.
Ese aprendizaje se convierte en cine porque Berger no rehúye la incomodidad: “Quería que fuese una experiencia táctil, que la cinta tuviera transpiración y peligro”.
En una época donde muchas obras buscan esquivar la oscuridad, Berger y su equipo optan por acogerla. “Algo tenía que quebrarse en mí”, confiesa Farrell al hablar de la preparación del papel. Y Berger añade: “Todos guardamos cuentas pendientes… Esa es la historia que quiero contar”. Así, “Ballad of a Small Player” adquiere profundidad: visualmente impactante, pero a la vez mortalmente humana.
Y esto nos lleva a su desenlace: Doyle no persigue una fácil redención. No es una cima que conquistar para decir “lo logré”.
Es más bien una embarcación naufragando mientras él se agarra al timón creyendo que así se salvará. Farrell lo asegura: “En el fondo es un hombre correcto. Pero sencillamente tiene los circuitos alterados”.
Esa tragedia humana es lo que Berger pretendía filmar: “Para mí sigue siendo un trayecto hacia la libertación”, dice el director. Y en eso, el filme acierta. Porque lo crucial no es si Doyle gana o pierde: importa si asume que está en una senda descendente.
“Ballad of a Small Player” no se presenta como un thriller convencional con un cierre pulcro. Se ofrece como una oda a las apuestas, las pérdidas y los reflejos. Farrell buscaba “algo que no hubiera descifrado” en el libreto.
Berger busca algo que “aún no he expresado” en su cine. Juntos coincidieron en Macao, con los casinos reales, con el vértigo de lo ostentoso y lo vacío, y con un actor dispuesto a ensuciarse, extraviarse y exponerse.
La película deja al espectador con una cuestión: ¿qué arriesgarías si la apuesta fuera tu existencia y tu identidad? Y si no tienes margen, ¿a qué le estás dedicando todo para creer en tu fortuna?
Cuando el telón cae, Macao sigue resplandeciendo y el casino continúa en movimiento. Pero Doyle ya ha partido. Y nosotros lo vemos marcharse con las manos huecas.
Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.














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