Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
Tal como en encuentros previos, la COP30 examinará el nivel de cumplimiento de las exposiciones hechas. También surgirán nuevos anuncios y, sin duda, más promesas dinerarias para las naciones en desarrollo. Entre ellas, se destacan los compromisos asumidos por los responsables de Finanzas de Azerbaiyán y Brasil en el itinerario de Bakú a Belém, con los cuales se espera elevar los recursos destinados a los países en desarrollo de los 300 mil millones acordados en la COP29 a cerca de 1,3 billones de dólares anualmente a partir de 2035. Nuevos anhelos, viejas palabras.
Esta nueva cumbre también mostrará la ausencia de la comitiva estadounidense, así como el retroceso en las aspiraciones climáticas de los europeos. Más allá de la falta de claridad que impera en Washington o de las inquietudes que asoman en las oficinas de Bruselas, Belém pone de manifiesto la división geopolítica que atraviesa el entramado multilateral. Este nuevo entorno restringe, claramente, las posibilidades de éxito de las iniciativas mencionadas y estimula el avance de nuevas exploraciones petroleras, un fervor que comparten varios líderes latinoamericanos.
Sin importar las distintas perspectivas, las conversaciones no podrán obviar las dificultades de solvencia que encaran las economías insulares y los países en desarrollo (EIPED). Esto incluye la necesidad de fondos para la atenuación, la adaptación y para cubrir los costos derivados de los sucesos naturales adversos.
El año 2025 nos obliga a mirar hacia París
Las deliberaciones que se susciten en Belém no podrán ignorar la desalentadora realidad. Un informe reciente de Naciones Unidas señala que la temperatura media global se dirige a sobrepasar el límite de 2.8 C sobre el nivel preindustrial. Y es que la mayoría de los estados prefiere sacrificar el planeta antes que renunciar a proyectos con alta intensidad de carbono. En vez de decrecer, la disparidad de emisiones aumenta cada año.
Mientras tanto, las afectaciones causadas por los eventos naturales se incrementan: según la empresa reaseguradora Munich Re, los perjuicios atribuidos al cambio climático en 2024 alcanzaron unos 320 mil millones de dólares. El precio de no actuar sube constantemente, especialmente entre los EIPED. La carencia de financiación es particularmente severa en el ámbito de la adaptación. Pero las repercusiones van más allá de lo económico. La Organización Mundial de la Salud calcula que el aumento de las temperaturas incrementará las fatalidades anuales en más de 250 mil personas en un futuro próximo, afectando más a quienes menos tienen.
Mientras las empresas petroleras logran aplazar el cambio, las amenazas climáticas se acrecientan, al igual que los gastos de adecuación.
Esta cumbre nos invita también a reconsiderar el tan citado discurso, conocido como la “tragedia del horizonte”, del Primer Ministro Mark Carney ante el sector bancario en Londres hace diez años. Y es que, en este caso también, las esperanzas acabaron desvaneciéndose, lo que demuestra que no es posible revertir el patrón de financiación mediante modificaciones superficiales en el funcionamiento de los mercados. No es suficiente con mayor claridad ni con la disponibilidad de datos si la ganancia de corto plazo continúa dictando la asignación de recursos.
A pesar de todo, un documento preparatorio para la COP30 generado por los ministros de finanzas reitera la urgencia de implementar el mismo tipo de acciones por parte de los EIPED, mejorar la transparencia y flexibilizar el sistema económico para potenciar el acceso a los recursos. La alternativa planteada, en esencia, recrea el papel secundario que debe tener el Estado en asuntos climáticos, dado que su misión principal es disminuir la incertidumbre macroeconómica que enfrentan los inversionistas. El celo por aminorar las trabas legales a las instituciones financieras les impide a estas mismas reconocer la fragilidad institucional que padecen las naciones, cuya escasa aptitud regulatoria imposibilita el surgimiento de directrices sensatas en materia ambiental.
El cambio de ánimo entre los inversionistas mermó el ímpetu liderado por el jefe de gobierno canadiense destinado a renovar el sistema financiero. Y es que el sector privado subestima los peligros económicos y monetarios que conlleva la emergencia actual. Los escenarios que utilizan las entidades financieras ignoran el ya mencionado aumento de costos al que nos arrastra la calamidad ambiental. En los mercados de capitales se debería penalizar a aquellas corporaciones que acumulen reservas por encima del presupuesto de carbono necesario para evitar un mayor calentamiento. De igual forma, se debe empezar a regular las transferencias transfronterizas que gestionan los bancos globales al financiar proyectos intensivos en carbono. Pero aun con las imperfecciones que presentan este tipo de fondos, la propuesta de financiación que traza el camino de Bakú a Belém sugiere que el sector privado respaldaría la mitad de los montos propuestos (U$S 650 mil millones).
Todo esto repercute en el nivel de endeudamiento de las naciones menos avanzadas, a la par que incrementa su exposición al riesgo financiero. En este respecto, el Análisis de Sostenibilidad de la Deuda Soberana (DSA) que realizan el FMI y el Banco Mundial debería ser un modelo. Pero no lo es. Lamentablemente, el método de análisis actualmente en uso resta importancia al riesgo climático. Mientras sufren el aumento de daños y perjuicios y crecen sus gastos de adaptación, los países más expuestos ven encarecerse su costo de endeudamiento mientras los recursos prometidos continúan sin llegar. Y, de hecho, los esfuerzos de las naciones que sí destinan fondos fiscales no son considerados en el DSA.
Los puntos de inflexión que parecían distantes se acercan, los riesgos se acumulan y los “cisnes verdes” acechan al sistema financiero. El riesgo de “quiebra” debería motivar a los gobernantes a controlar el sector e implementar un criterio precautorio, pero las presiones de los “lobos” siguen siendo más fuertes. La labor de cabildeo de quienes manejan los fondos de inversión tiene más peso que las evidencias emanadas de la comunidad científica.
El intento de disimular la inclinación hacia el corto plazo que muestran los mercados económicos impide avanzar con una propuesta que priorice la financiación a largo plazo y que otorgue mayor relevancia a la sociedad civil. Las propuestas para una “nueva era en la financiación climática” se asemejan mucho a las soluciones antiguas que habitualmente provienen del sector financiero, una industria también “sometida” a los intereses de los combustibles fósiles. Como muchos postulan, parece más sencillo aguardar el fin del mundo que impulsar una modificación del modelo económico vigente.
Leonardo Stanley es investigador asociado del Centro de Estudios de Estado y Sociedad – CEDES (Buenos Aires). Autor de “Latin America Global Insertion, Energy Transition, and Sustainable Development”, Cambridge University Press, 2020.















Agregar Comentario