Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
En *Conversación en la Catedral*, una de las obras cumbres del laureado con el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, Zavalita se plantea un cuestionamiento similar, pero enfocado en Perú. Afligido, en medio de la nefasta dictadura de Manuel Odría, medita con amargura sobre el rumbo de ineficacia, decadencia, escasez, falta de libertades y la corrupción que asolaban su nación.
Esa misma interrogante me inquietaba durante el gran apagón. El colapso energético que, de forma inesperada, asoló a la República Dominicana, sumiendo al país en la confusión y desatando sucesos que parecían sacados de un guion de película de terror de primera.
Desde que tengo uso de razón —que, siguiendo al propio Vargas Llosa, es la aptitud de aplicar el juicio y nace de la inteligencia—, en nuestra nación hemos sufrido cortes de luz. Desgraciadamente, todas las administraciones han prometido eliminarlos, aunque la inmensa mayoría ha reprobado esa materia. Recuerdo mi infancia y parte de mi juventud, cuando el grito de “¡llegó la electricidad!” provocaba una euforia general y los bombillos amarillos, al encenderse, parecían un prodigio.
Es justo reconocer que esta situación cambió considerablemente hacia el final del segundo mandato del presidente Danilo Medina. Gracias a la edificación de Punta Catalina, que inyectó más de 750 megavatios al sistema de generación, y a la mejora en la provisión eléctrica —con zonas gozando ya de servicio continuo—, los inversionistas dejaron de ser cruciales. En contraste, el equipo eléctrico actual, como su opuesto, no ha acertado en sus acciones.
Ciertos “expertos” han insistido en desvincular de la política un sector que, lejos de progresar, ha tomado una senda de declive. Esto se evidencia en cortes constantes, una escalada excesiva en los recibos de luz y un auxilio estatal que, según análisis económicos, podría terminar el año cerca de los dos mil millones de dólares en erogación, equivalentes a más de ciento veintiocho mil millones de pesos.
Ante este panorama, a los especialistas en electricidad se les ocurrió la brillante idea de contratar firmas especializadas en aminorar pérdidas que, irónicamente, han contribuido a aumentarlas a cotas históricas. Conforme al Centro Regional de Estrategias Económicas Sostenibles (CREES), las mermas se sitúan en el 44.2% hasta agosto de este año, con una tendencia creciente que no se ha revertido desde la pandemia. Esto expone una realidad incómoda: los “políticos de poca monta” entregaron a los “técnicos” un sector en mucho mejor estado del que exhibe hoy.
Celso Marranzini, presidente del Consejo Unificado del Sector Eléctrico, ha anunciado que para 2027 las mermas de las tres empresas distribuidoras estatales se reducirán en un 10%. No obstante, ese objetivo parece lejano. Rubén Bichara, exdirector de la extinta Corporación Dominicana de Empresas Eléctricas Estatales (CDEEE), ha señalado que bajar un solo punto porcentual de las pérdidas implica diez millones de dólares de coste. ¿Cómo conseguirán los especialistas alcanzar esa meta? Queda por verse.
Aún más alarmante es la falta de claridad respecto a lo sucedido aquel fatídico martes 11 de noviembre. Las autoridades manejan relatos divergentes sobre las causas del apagón nacional: por un lado, la viceministra de Energía, Betty Soto, asegura que el dictamen oficial del Comité de Fallas determinó un error humano; por el otro, el ministro de Energía, Joel Santos, indica que —al momento de redactar esto— siguen investigando los orígenes del corte.
Por el bienestar de la nación, es imperativo que se aclare lo acontecido y se implementen acciones firmes para evitar su repetición. De lo contrario, si continuamos por este oscuro camino lleno de obstáculos, seguiremos planteándonos, tal como Santiago Zavala, ¿en qué momento se estropeó esto?
El impacto social del apagón general excede un incidente aislado; es el indicio de una problemática estructural que no tolera más falta de capacidad.














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