Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
A menos de un mes de que se cumplan tres años del lanzamiento de ChatGPT al mercado, un suceso que oficialmente desató la fiebre actual por la inteligencia artificial, es pertinente cuestionarnos dónde estamos parados y cuál será nuestro rumbo.
Como toda herramienta, la inteligencia artificial no es inherentemente buena ni mala; su valor reside en el uso que se le confiere, y ahí reside precisamente la encrucijada. El ser humano tiende al exceso y al abuso, y con esta tecnología estamos presenciando esa tendencia: no logramos poner freno, tanto en su utilización caprichosa como en su consumo, a veces sin ser plenamente conscientes.
¿Qué aporte ofrecen esos videos que muestran gente con obesidad extrema en situaciones absurdas a causa de su propio peso? La misma interrogante aplica a bulos virales como el de la mujer supuestamente detenida en el aeropuerto JFK de Nueva York por portar un pasaporte de una nación inexistente. La verdad del asunto es que Torenza (el supuesto país de origen) no existe, y todo fue una invención hiperrealista generada por IA.
A esto hemos llegado: cientos de narrativas llamativas, algunas verídicas y otras que parecen pura fantasía pero que visualmente engañan, inundando cada rincón de la red, especialmente las ya saturadas redes sociales.
Parece que a las redes sociales les llegó su momento de declive y posible extinción, algo que en circunstancias normales sería positivo considerando el perjuicio que han causado en los últimos 13 años. Desafortunadamente, el contexto no es normal: estamos bajo el influjo de una tecnología que fascina, obnubila y nos hace creer que todo es factible, incluida nuestra propia sustitución en cualquier ámbito.
Esto último no es una simple creencia impulsada por la tecnología. Más bien, aparenta ser el objetivo final de todas las corporaciones involucradas en el desarrollo de la IA, desde OpenAI hasta Meta y Amazon. Las pruebas son evidentes: inteligencia artificial desplazando a educadores, actores, personal técnico, programadores, creadores y hasta directivos. IA que calcula, diseña, redacta, aporta ideas, compone música e incluso codifica, todo con unas pocas indicaciones o comandos. Cuanto más claros son los mensajes, mejor el resultado, si bien no hay certidumbre ni de exactitud ni de calidad.
Esta saturación de IA a la que estamos expuestos está generando serios contratiempos. No solo se debe a que cada vez más personas ven amenazados sus puestos de trabajo por una IA supuestamente más eficaz y “competente”, sino que se está desdibujando la esencia humana, la calidad se erosiona y el interés por el aprendizaje y la formación disminuye porque… ¿para qué esforzarse, si poseemos una supertecnología omnipotente?
De entrada, parece que no hay nada que la IA, especialmente la generativa, no pueda lograr, pero eso no es verdad. Pese a que somos el combustible del que se nutre, existen habilidades humanas —como el razonamiento abstracto, la vivencia y la inventiva natural— que esta tecnología no logra reproducir. Por ello, a veces resulta costosa la decisión de reemplazar grandes plantillas de personal con IA, movimiento que casi siempre se justifica por la reducción de costes.
Ahí tenemos el caso de Amazon, que implementó esa medida hace meses y hace poco experimentó un serio problema con AWS y una presunta falla de DNS que paralizó ese servicio y gran parte de internet por más de doce horas. No lo admitirán, pero es una curiosa coincidencia que esto sucediera tras esa reestructuración impulsada por IA. Al igual que Amazon, hay otras instancias, siendo el caso de Klarna uno de los más aleccionadores.
¿A quién beneficia todo esto? A nadie, por ahora, al menos no a nivel individual y tangible. Las altas esferas de poder, que frecuentemente orquestan estos giros copernicanos, son otro cantar. Aún no se clarifica su propósito, pero no augura nada bueno para el ciudadano común.














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