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El 2 de octubre de 2025, tuvimos un encuentro con mujeres recluidas en la Escuela Hugo Morales Bizama del Centro Penitenciario Femenino de San Miguel, en Santiago de Chile. Fue una vivencia intensamente cívica, no solo por el tema central, “el derecho a sufragar”, sino porque expuso una profunda inconsistencia en nuestras democracias: ¿cómo afirmar una plena ciudadanía cuando una porción de la población es sistemáticamente marginada?
Muchas de las internas manifestaron sentir lejanía con la esfera política formal, pero a la vez eran plenamente conscientes de sus prerrogativas. Esta dualidad entre el impedimento práctico y el reconocimiento legal nos dirigió a un interrogante que trasciende fronteras: ¿cuál es el panorama de los privados de libertad en Latinoamérica respecto a su capacidad de involucrarse políticamente?
La votación es un pilar para legitimar cualquier democracia. Robert Dahl sostenía que la democracia se cimienta en la “inclusión efectiva” de todos los miembros cívicos. No obstante, las democracias latinoamericanas enfrentan una contradicción: sus textos constitucionales proclaman igualdad ciudadana, pero mantienen barreras que, de hecho, anulan la voz política de quienes están encarcelados, incluso si no han perdido sus derechos civiles.
La restricción del sufragio a las personas privadas de libertad frecuentemente se ampara en una justificación moral: la pérdida temporal de facultades por haber infringido la ley. Sin embargo, esta visión sancionadora choca con los fundamentos de la representación y la universalidad del voto. Como señala el experto David Beetham, una democracia es más robusta cuanto más logra abrazar a los sectores periféricos. Por ende, el derecho al voto de los presos se vuelve un barómetro de cuán desarrolladas e inclusivas son nuestras democracias.
América Latina exhibe un variado conjunto de normativas que reflejan tanto sus herencias legales como sus posiciones ideológicas sobre quién cuenta como ciudadano.
En Argentina, a partir de 2007, la legislación electoral nacional permite votar a quienes están en prisión preventiva y registrados en el padrón de Electores Privados de Libertad. Esto representa un avance notable hacia la inclusión, aunque quienes cumplen sentencias definitivas aún quedan excluidos. Chile ha avanzado con cautela. Fue recién en el referéndum de 2022 cuando se habilitó por primera vez el sufragio a personas bajo prisión preventiva o con condenas inferiores a tres años, gracias a una coordinación entre el Servicio Electoral y Gendarmería. Si bien el número fue modesto, cerca de mil votantes, sentó un precedente fundamental a nivel institucional y simbólico.
En Costa Rica, la Carta Magna de 1949 asegura el voto a todo mayor de 18 años, salvo si hay una suspensión explícita de sus derechos políticos. En la práctica, las personas encarceladas pueden ejercer su derecho dentro de los propios centros, lo que indica una interpretación más firme de la ciudadanía como derecho inalienable. Ecuador también contempla el voto para quienes no tienen sentencia firme. Según su Código de la Democracia, quienes estén bajo medidas cautelares o sin condena pueden votar voluntariamente desde sus recintos. Perú, por su parte, admite el sufragio a quienes están en prisión preventiva, aunque la aplicación se ve obstaculizada por problemas logísticos y de información, lo que merma el uso real de este derecho.
Desde una visión comparativa, el sufragio de los presos ilustra dos patrones persistentes en la región. El primero es la inconsistencia normativa: las leyes difieren considerablemente entre países, lo que evidencia distintas visiones sobre la relación entre ciudadanía, pena y rehabilitación. El segundo es la disparidad entre lo legislado y lo aplicado. Aunque varios países lo permiten, en la realidad, trabas burocráticas, falta de articulación oficial y el estigma social dificultan su ejercicio.
La esencia del debate es política, más allá de lo legal. Si votar es un acto de pertenencia, vedar el sufragio a una fracción de la población, especialmente a quienes esperan sentencia, solidifica su marginación social y simbólica. En términos del sociólogo Charles Tilly, se trata de una “dinámica de desdemocratización” que debilita los vínculos de ciudadanía dentro del Estado.
Asegurar el derecho al voto para los encarcelados no es un acto de clemencia, sino una ratificación de los principios democráticos fundamentales. En sociedades marcadas por desigualdades estructurales, la democracia se mide tanto por la participación mayoritaria como por la capacidad de integrar a quienes están en los márgenes.
Las prisiones deberían ser, más que lugares de castigo, escenarios donde se ponga a prueba la democracia. Permitir que los recluidos voten es reconocer que la condición de ciudadano no cesa tras los muros, sino que se transforma en una exigencia de equidad, dignidad y reintegración. En definitiva, extender el derecho al voto en estos contextos significa robustecer la credibilidad de los sistemas políticos latinoamericanos, recordando que la democracia se defiende no solo en las urnas, sino también en los lugares donde el Estado define quién tiene acceso a la ciudadanía.














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