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Cuando la democracia se ve amenazada por acciones de organismos que vulneran o intentan infringir el marco constitucional e ignoran los valores democráticos, entra en juego la Carta Democrática, suscrita en 2001 por la inmensa mayoría de las naciones americanas, salvo Cuba, Nicaragua y Venezuela.
En el grupo de líderes mencionados en mi texto anterior, “Presidentes acorralados por instituciones”, figura Bernardo Arévalo de Guatemala, quien ganó las elecciones de 2023 de forma legítima, con resultados validados por múltiples delegaciones observadoras enviadas por la ONU, la OEA, la UE, además de entidades nacionales e internacionales independientes. El consenso de todos fue idéntico: los comicios fueron limpios.
A pesar de esto, desde ese año, el ministerio público emprendió una persecución implacable para probar un supuesto fraude electoral. La ofensiva ha sido desmedida, incluso promoviendo procesos judiciales forzados contra cuatro de los cinco magistrados del Tribunal Supremo Electoral (TSE). Al no hallar evidencias de fraude, han buscado otras vías, como la disolución del partido gobernante (Movimiento Semilla) y la imputación penal contra el propio mandatario y su círculo cercano.
Al constatar que la fiscal general, Consuelo Porras, buscaba destituirlo por medios judiciales, denunció públicamente el “intento de golpe de Estado” e invocó la Carta Democrática de la OEA, como mecanismo para que dicho organismo se pronuncie y, si es necesario, tome medidas.
La Carta Democrática Interamericana fue aprobada por esa organización regional el 11 de septiembre de 2001, concebida como una herramienta para “fomentar y proteger” la democracia, entendida esta como algo que trasciende la mera celebración de elecciones periódicas. La Carta estipula el respeto a los derechos humanos, la división de poderes, la rendición de cuentas, la transparencia y la implicación ciudadana.
La respuesta de la OEA fue convocar a una sesión del Consejo Permanente —a petición de Guatemala—, donde se escuchó la postura de cada representante de los estados miembros. El resultado fue unificado y contundente: condena a cualquier transgresión del orden constitucional. Hubo numerosas críticas directas a Porras y al sistema judicial cooptado en Guatemala, junto con un respaldo al presidente Arévalo.
No obstante, el foco de este análisis no se limita exclusivamente al caso guatemalteco. Se trata de la aplicación y la necesidad de hacer efectiva la Carta Democrática Interamericana.
Es un documento exhaustivo y profundo, aunque no se recurre a él siempre. En caso de consumarse una ruptura del orden constitucional —un golpe de estado—, la nación involucrada podría ser marginada de la OEA. Si hay maniobras o intentos contrarios a la democracia, como sucede en Guatemala actualmente, existen recursos para ayudar a prevenir la ruptura y fiscalizar la situación.
Es cierto que el poder coercitivo de la OEA tal vez no alcance la contundencia deseada, pero es útil en múltiples aspectos, como mantener una voz fiscalizadora que exponga las maniobras espurias para impulsar golpes o generar inestabilidad e ingobernabilidad mediante la manipulación de entidades, ya sean cuerpos legislativos o sistemas judiciales.
Numerosos expertos han calificado esto como “ley blanda”, y puede ser cierto, pero su mayor mérito es funcionar como un megáfono, para visibilizar las crisis a nivel internacional y generar conciencia a nivel interno. No es igual que el presidente Arévalo haya dirigido un mensaje a la Nación denunciando el intento de golpe, a contar ahora con el aval de todas las naciones americanas —exceptuando a las tres mencionadas—, brindando apoyo y señalando a los responsables.
Otra cualidad es que dentro de la OEA participan naciones y organizaciones internacionales como “invitados”. En el asunto de Guatemala, intervinieron las representantes de España y de la Unión Europea (UE), ambas manifestando total apoyo a la administración de Arévalo frente al hostigamiento de la fiscalía.
Como se observa y lo reflejan los indicadores que evalúan la salud democrática global y, en particular, en Latinoamérica, el panorama es preocupante. La lista de países que no alcanzan una puntuación de 6 sobre 10 es larga: Paraguay, Perú, México, Ecuador, Honduras, El Salvador, Guatemala, Bolivia y Haití, presentan los peores resultados (en ese orden). Obviamente, quedan excluidas las administraciones autoritarias de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
La Carta Democrática Interamericana no es la panacea. Es simplemente un instrumento que debe recordar a los ciudadanos y a los gobiernos la importancia de defender los valores democráticos. Si no se respetan las libertades, si no existe un estado de derecho, si se falsean los procesos electorales y si los poderes del Estado no mantienen su independencia mutua… ¡la democracia se desmorona!
La implicación ciudadana debe ser activa. La población debe resguardar sus derechos y asegurar que las instituciones cumplan el propósito para el que fueron creadas.
El aparato judicial debe proteger la democracia y la observancia de las normas… no está diseñado para judicializar las decisiones políticas.















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