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A mediados de la década anterior, María Elena Ditrén, entonces directora del Museo de Arte Moderno, resaltó la solidez de la Bienal: “Su permanencia en el tiempo y sus valiosos aportes la posicionan como el acontecimiento cumbre de las artes visuales de nuestro país y como patrimonio real de la nación”.
A lo largo de sus siete décadas, la Bienal —desde su origen hasta hoy— ha experimentado grandes mutaciones que han ido a la par con los sucesos y el desarrollo de la historia y del arte, cosechando una trayectoria que abarca veintiocho ediciones.
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“Lo manifestó una figura prominente en la teoría, gestión y promoción del arte dominicano, cuya aptitud excede una función institucional, y esta declaración podría llenarnos de esperanza”.
Aquellos que dedican su vida profesional y algo más al arte mantenían mayoritariamente esta misma convicción, corroborada por los aciertos de las ediciones sucesivas, y resultaba secundario un posible análisis sociológico, inevitable y hasta positivo, dado que la perfección es inalcanzable en un debate colectivo y un concurso de propuestas.
“Curiosamente, el maestro Fernando Peña Defilló —quien no ganó una Bienal, pero una le fue dedicada—, había expresado en 1956: ‘El artista creador, al desprenderse de lo que tradicionalmente se considera el oficio del pintor, ha alcanzado una capacidad de expresión ilimitada; no hay barreras para su inventiva y sentimiento. El triunfo de su mensaje reside en su honestidad y fervor creativo'”.
Hasta la posibilidad de un arte conceptual contemporáneo se insinuaba en sus palabras… aunque jamás lo practicó.
Si examinamos los galardones entregados en las sucesivas bienales —gracias al excelente volumen editado por María Elena Ditrén, “Historia de la Bienal, la Bienal en la Historia”, que llega hasta 2015—, notamos cuántos premios sobresalientes se han concedido, algunos incluso superiores a los más recientes. Esto invita a reflexionar no solo sobre las Bienales, sino sobre la evolución del arte dominicano y su reconocimiento.
No obstante, la 31ª Bienal de Artes Visuales significó un quiebre, sumado a decepciones ya examinadas, y una primicia. Por primera vez, un Premio es invalidado, y tal acto proviene de la máxima autoridad cultural. La incertidumbre sigue a un dictamen que centraliza y acapara todo el poder, despojando a la Bienal de su independencia y capacidad de autogestión, liderada por un Comité Organizador especial, entonces menospreciado e ignorado… El cual, aunque a regañadientes, validaba el otorgamiento, por respeto al Jurado y sobre todo a la validez intrínseca de la propia Bienal.
Más preocupante aún, es que, hasta el momento (en que escribimos), el Ministerio no haya ofrecido una solución, un reemplazo, una modificación, ninguna iniciativa que devuelva a la Bienal una apariencia de normalidad.
La coyuntura actual, tan inusual y extraña, solo genera confusión, acrecentando la falta de fe entre los artistas —ya poco motivados, como se evidencia en esta misma convocatoria—. La escasez de ideas directrices, la falta de implicación, exceptuando destrezas técnicas —hasta sobredimensionadas—, causó asombro, y cuando las obras mostraron respuesta y vigor, no captaron la atención del jurado premiador.
Son escasas las excepciones, y entre ellas, el Premio de la Palmita, tan comentado, debatible y desafiante, que —en su mismo nombre y planteamiento previo— reflejaba la fragilidad ideológica presente y, sobre todo, la persistencia del autoritarismo. No pocos sostienen que la anulación del premio confirma finalmente el juicio vertido por el “ex-galardonado” en la justificación e introducción a su obra vegetal, autodefinida como escultura.
Una Bienal Nacional no se organiza en dos meses, aun cuando el Comité Organizador sesione y trabaje intensamente. Un año de antelación es el lapso idóneo, permitiendo la reflexión, la propuesta, la deliberación, y una convocatoria adecuada. Todos coinciden en esto, y, más aún, se espera que se establezca un Comité Fijo, que también se encargaría de la Bienal del Caribe, si deciden retomarla.
Se requiere una reestructuración total, con directrices revisadas, ¡sencillas y actualizadas!, que se comuniquen de forma abierta y sin modificaciones veladas. La difusión de este reglamento debe ser exhaustiva y en todo el territorio. Con pesar, hemos notado que ni los artistas postulantes, ni los jurados, ni la oficina que gestiona las inscripciones, conocen las bases de la Bienal, una omisión que perjudica e incluso engaña. La denominada pulcritud legal, no siempre aplicada, es selectiva, además de que hay prohibiciones ilógicas que deben ser eliminadas.
Los tiempos han cambiado. Antiguamente, los artistas ya establecidos a menudo se mostraban reacios a participar; hoy les interesa formar parte de la Bienal, competir por la selección y los reconocimientos. Casi todos crean arte contemporáneo: su presencia y dominio avalan y protegen el nivel de la Bienal. Fomentar la participación de jóvenes y nuevos talentos es una fuente de descubrimiento, pero sus creaciones no definen por sí solas el evento, ni su solidez.
Consideramos fundamental el hecho de que las obras premiadas engrosan la colección institucional, pública y patrimonial, dado que el Museo de Arte Moderno carece de fondos para adquisiciones. Los premios “demandan” respeto y conservación total: no siempre se ha cumplido, y menos aún con las instalaciones de arte reciente.
Aparentemente, mejorará la producción de los catálogos. Ojalá así sea, son documentos para consultar y disfrutar: ¡el código QR, aunque se abra, no los reemplaza!; ¡ni páginas en una pantalla!
La 31ª Bienal y las anteriores merecen nuestra atención y análisis. Afortunadamente, se ha escrito mucho, y hoy nos enfocaremos en aspectos operativos. Una duda: ¿Qué ocurre con el Premio del Público?














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