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En las narraciones compartidas al viajero aflora, de alguna manera, el nombre del narcotraficante
Era uno de los capos de la droga más notorios en Colombia, además de criminal, político y terrorista. Sin embargo, a treinta y dos años de su fallecimiento, y a pesar de los males y sufrimientos causados a la población, el recuerdo de Pablo Escobar aún gravita en Medellín.
Fue tan conocido que, en muchas tiendas de souvenirs, hay artículos con su imagen. Destacan los carteles, casi siempre sonriendo. En muchos con un número que sobresale. Debe ser el que le asignaron cuando estaba preso. En otros, su nombre se exhibe en letras grandes.
Su recuerdo también surge durante el recorrido en coche al cruzar alguna calle en El Poblado, cuando al guía le viene a la memoria que Pablo Escobar, al presenciar el atentado contra su casa, creyó que su familia había muerto dentro, y mientras se dirigía al hospital cercano, empezó a disparar y a matar a todo aquel que veía.
Es la explicación para dar a entender que tal suceso lo transformó en asesino. El mismo guía sabe que no es cierto. Que asesino ya lo era antes.
Las historias producto de la imaginación vinculan a Pablo Escobar con lugares que él frecuentaba y que se mencionan cuando uno se encuentra en ellos. Nos ocurrió a mi nieta Mariale Ramos R. y a mí, mientras caminábamos por el centro de Medellín con Andrés, nuestro guía.
Al ver el Hotel Nutibara, que en otros tiempos era de los mejores de la ciudad, él relata lo que cuentan: desde su sótano escapaba el narcotraficante por un túnel a otra calle. Es parte de la leyenda. El túnel nunca tuvo relación con Escobar. Era la lavandería.
El entorno del hotel dista de ser atractivo. Para acceder a su cafetería es necesario identificarse. Su puerta de entrada desde la calle está cerrada con llave y con el empleado que la custodia adentro, hay que identificarse.
El guía, que en un tiempo trabajó en el hotel, menciona el nombre de una empleada que viene a recibirnos. Hay varios mostradores con comida que allí uno paga y lleva a la mesa.
De pronto, Mariale observa que nuestro guía tiene un látigo sobre la mesa. ¿Dónde estaba ese látigo? Escondido en la mano, con el puño cerrado. Le sirve como arma de defensa. Es que en el centro de Medellín hay que cuidarse… Aquí no es cuestión de narcotraficantes ni criminales, sino de delincuentes comunes, “algunos de buenos modales y bien vestidos”. (Para este artículo en el Listín tomó las fotos Mariale Ramos R.).
La tarifa de un guía privado por un día completo ronda los 300,000 pesos colombianos. Según el cambio vigente durante nuestra visita equivalían a 80 a 83 dólares, moneda en la cual prefieren recibir el pago.
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