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El país está en luto ante una tragedia que ha dejado más de 200 fallecidos, según las autoridades, cerca de las 12:00 de la medianoche. Cientos de personas se encontraban el martes 8 de abril en la discoteca Jet Set, gozando del merengue de Rubby Pérez. Cantaban, bailaban y grababan al artista. Parecía ser una noche normal, según mostraban los videos, verificados por Listín Diario. Pero, con el paso de los minutos, algo inusual empezó a suceder: pequeñas partículas de arenilla caían desde el techo. Pocos lo notaron. Y a las 12:44, la tragedia ya se había desatado: el techo colapsó y más de 200 vidas se apagaron, muchas de manera “instantánea”, según reportaron las autoridades. A partir de ese momento, República Dominicana dejó de ser la misma. Cuando amaneció, ya el país y gran parte del mundo conocían la tragedia. Las noticias, fotografías y videos — desde todos los ángulos posibles — circulaban en redes sociales como un tren sin frenos. Mientras tanto, cientos de familias llegaban a la zona del desastre con rostros marcados por la desesperación, temiendo que uno o varios de sus seres queridos estuvieran atrapados. Al menos 189 personas fueron rescatadas con vida, según el Centro de Operaciones de Emergencias (COE). El país llora. A continuación los testimonios de los periodistas desde la zona cero del jet set: La madrugada del martes 8 fue aterradora: desperté a las 4:00 de la mañana, tras soñar que algo le pasaba a mi primo. Al revisar redes, supe del desplome del techo en el Jet Set durante una fiesta de Rubby Pérez. A las 4:47 publiqué la primera nota en Listín Diario y, minutos después, la segunda con datos del 911. Confirmé que mi primo estaba bien, pero viví el duelo por la pérdida de uno de mis artistas favoritos. Con ansiedad viví el proceso de su desaparición y posterior hallazgo del cadáver, mientras desde la redacción trabajaba a todo vapor. Ha sido la tragedia más grande que he cubierto como periodista. Necesito presentarme para que entiendan el contexto emocional. Mi nombre es Ángel Valdez, un joven estudiante universitario, de tan solo 21 años de edad; a quien Dios le ha dado la oportunidad de servirle a la sociedad dominicana, desde el periodismo. A pesar de ejercer el diarismo escrito desde hace tres años y trabajar casos sociales impactantes, cuando el reloj marcó las 5:00 de la mañana del pasado martes 8 de abril mi estado emocional recibió un cambio drástico, que estableció “un antes y un después” en la manera de concebir la vida. Ser el primer reportero del Listín Diario en el Jet Set y encontrarme con una edificación colapsada sobre cientos de personas fue desgarrador. Tener que informar, mientras llegaban amigos cercanos en búsqueda de sus familiares me laceraba el alma. Los gritos: “Rescátame por favor, no me dejes morir”, de algunos heridos que, bajo los escombros, realizaban llamadas telefónicas a parientes que se encontraban fuera del derrumbe para clamar por ayuda angustiaban hasta a los rescatistas… El 8 de abril será recordado por los dominicanos que tuvieron una noche de felicidad familiar, sin saber que se convertiría en la última de sus vidas. Paz a los familiares de las víctimas. Tuve que contener las lágrimas al ver tanta gente destrozada. Escuchar el llanto de personas verdaderamente me destrozó el alma. Pero, tener que estar transmitiendo en vivo desde el lugar de los hechos significaba explicar cada detalle de la tragedia, por lo que debía mantener la calma. Como periodista he aprendido a ponerme en el lugar de los demás. Fue algo fuerte, triste, doloroso. Mi corazón se reventó así como el de aquellas personas que, con el paso de las horas, recibían la triste noticia de que sus parientes o allegados habían fallecido. Dios nos acompaña en cada momento: en los buenos y en los malos; él es quien nos da la fortaleza para este tipo de tragedias. Siempre le agradezco cada cosa. Lo bueno de todo esto es que logré colaborar con la gente, informarles de cada detalle que sucedía en la zona cero. Tuve que contener mis emociones y entender las de ellos, entender su dolor, con la esperanza de que algún día Dios les ayude a aceptar esta tragedia que será muy difícil de olvidar. Hablar de la tragedia es recordar esas llamadas inquietantes que interrumpen la madrugada, portadoras de presagios oscuros. Al llegar a la escena, el panorama quebraba hasta al más fuerte: familiares desesperados, vagando durante horas sin información, recorriendo hospitales sin dar con sus seres queridos, revisando listas de fallecidos en hojas blancas, tristes y casi vacías. Salir a olfatear la noticia en un lugar así fue tan desgarrador como ver en los rostros ajenos el reflejo del propio temor: el dolor de no saber nada del familiar — debajo de los escombros — que solo había salido a bailar y ser feliz. Desde las cinco de la mañana del martes 8 no volví a ser la misma. Mi dolor, frustración, desesperación, negación, y también mi fe en Dios, se dispararon como una avalancha difícil de detener. No ha pasado un día sin llorar, sin que mi mente vuelva a ese momento. Sin que mi mente vuelva a esa morgue de la Plaza de la Salud o a esa Patología Forense que albergó a tantas familias envueltas en el dolor. Me sentí rota, abrumada por cada historia, cada grito, cada mirada perdida de quienes buscaban a su familiar perdido. Sentí que pude haber sido esa hermana o hija víctima de la tragedia. Referirse a esta tragedia es hablar de más de 200 vidas que se apagaron repentinamente, y de 189 personas que fueron rescatadas. Es hablar de las familias que han llorado a sus seres queridos, aferrándose a recuerdos y oraciones. Es hablar de los más de 300 brigadistas que, durante más de 50 horas, no descansaron por encontrar sobrevivientes entre los escombros. Es hablar de los periodistas (nacionales e internacionales) que, con responsabilidad y ética, informaron minuto a minuto todas las incidencias. Es hablar, en definitiva, de una catástrofe que ya ha sido nombrada como ‘la tragedia del siglo’. Más allá de relatar mi experiencia, hoy solo quiero rendirme ante las pérdidas humanas y reconocer el coraje y la entrega de quienes arriesgaron su vida para salvar a otros. El país está de luto. Empezaré por el final para que se me entienda el punto: cuando vi al general Méndez llorar durante la última rueda de prensa fue que de verdad todo me cayó encima. Fue luego de allí que mi mente comenzó a procesar todas las imágenes trágicas. Me tocó ver como la esperanza se iba desapareciendo de los rostros de los familiares que se encontraban en la zona de desastre buscando algún tipo de noticia sobre sus familiares o conocidos, mientras el tiempo iba pasando. Como periodistas uno siempre anhela cubrir un evento histórico, solo que ninguno quería que fuese por esta catástrofe. Empatía. Fuerza. Debilidad. Las dos últimas palabras se disputaban dentro de mí mientras cubría la tragedia. Era imposible no sentir y no quebrarse un poco al presenciar como familias recibían la peor noticia de sus vidas. Sus seres queridos solo salieron a disfrutar de una fiesta, a romper la rutina, a celebrar un cumpleaños. Nunca imaginaron que esa alegría terminaría en una pesadilla tan dolorosa. Todavía se siente irreal. Lloré. Dejé de ser periodista y solo fui una simple humana en ese momento, que quería hacer más que escribir, quería ayudar. Todavía lo estoy asimilando. Pensé en todas esas familias, en el vacío que deja una pérdida tan abrupta. Lloré mucho y me dolía el pecho y la cabeza en el periódico y, luego, en mi casa. ¡Me dolió Rubby muchísimo! Como periodista, sentí que tenía que hacer algo más. No me podía quedar quieta. Sentía el peso y responsabilidad de informar, pero más allá de eso, de acompañar a todas esas familias afectadas. Y esta vez, no se trataba solo de contar lo que ocurrió, sino de hacerlo con respeto por las víctimas y sus seres queridos. Y eso traté de hacer o al menos lo intenté. Traté de contar las cosas no como un suceso más, sino como lo que realmente fue: una herida que se abrió para la memoria de muchos. No bastaba con ser rápida, debía ser humana en cada palabra. He confirmado que el periodismo también es una forma de acompañar en el duelo.
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