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El liderazgo y la palabra van de la mano. La historia atesora discursos y frases que germinan como semillas en la mente colectiva y transforman generaciones. Palabras que, al ser pronunciadas con convicción y propósito, se afianzan en la memoria y se convierten en fuerza movilizadora. ¿Por qué algunas permanecen y otras no? La diferencia suele residir en las condiciones que rodean el mensaje: el momento histórico adecuado, la autenticidad y credibilidad de quien habla, la precisión del lenguaje y la necesidad profunda de la sociedad en el instante. Cuando estos elementos convergen, las palabras adquieren poder perdurable y se inscriben en la historia como catalizadoras del cambio.
Un discurso conectado profundamente con las emociones y aspiraciones universales de la audiencia tiene más probabilidades de arraigo. De igual manera, si la oratoria proyecta confianza y sinceridad, el público acepta el mensaje como legítimo y propio.
En cambio, palabras vacías o desconectadas del contexto social difícilmente trascienden, por influyente y reconocido que sea quien las emite. No se trata solo de qué se dice, sino cómo, cuándo y quién lo dice. Un mismo mensaje inspirador puede pasar desapercibido si no responde al Kairos (momento oportuno y tiempo cualitativo en la cultura griega).
Winston Churchill, primer ministro británico durante la Segunda Guerra Mundial, pronunció discursos destinados a unir y alentar a un Reino Unido aislado y amenazado, en el marco de una Europa en llamas bajo el avance nazi. Habló ante el Parlamento y la nación con franqueza y determinación. De aquella pieza oratoria surgió la célebre frase “Nunca nos rendiremos”, un resonante llamado a la resistencia en ese instante crucial de la historia.
Otro líder transformador de realidades desde la palabra fue Martin Luther King. Su discurso “I have a dream” (Tengo un sueño), ante una multitud en Washington, se ha convertido en sinónimo de la lucha por la igualdad racial. Logró que sus palabras trascendieran el tiempo al pintar una visión poderosa de un futuro de justicia y hermandad.
Tras décadas de segregación racial, las palabras de Mandela ayudaron a cicatrizar heridas y a transformar su sociedad. Mandela fue un líder cuya autoridad moral provenía de 27 años de prisión por luchar contra el apartheid. Al salir en libertad se dirigió a una nación expectante. En lugar de revancha o rencor, ofreció unidad, esperanza y reconciliación.
En plena Guerra Fría, Kennedy usó la oratoria para inspirar un sentido de propósito. Durante su discurso inaugural pronunció una frase que se volvería legendaria: “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país.” El mensaje interpeló directamente al idealismo cívico de los ciudadanos.
Gandhi, sin entregar discursos grandilocuentes, plasmó en aforismos la esencia de la no violencia. Su famosa advertencia “Ojo por ojo y el mundo acabará ciego” sintetizó el llamado a evitar la venganza, guiando movimientos pacifistas en todo el planeta.
Roosevelt, al asumir la presidencia de EE.UU. en medio de la Gran Depresión, le dio ánimo a una nación abatida con la sencilla pero potente afirmación: “A lo único que debemos tenerle miedo es al miedo mismo”. Esa frase atacaba de frente la desesperanza y logró restaurar la confianza pública.
En distintas culturas y épocas, las palabras acertadas han servido de faro en la oscuridad. Ya sea en la voz de una primera ministra como Thatcher, defendiendo la fortaleza de sus convicciones, o en el eco de un papa Juan Pablo II diciendo “¡No tengáis miedo!” a millones de fieles, la historia muestra que el verbo de un líder puede marcar un punto de inflexión.
Duarte, padre fundador de la República Dominicana, entendió el poder de las ideas y su expresión. Una de sus máximas, escrita en los días previos a la gesta independentista, proclamaba: “Nuestra Patria será libre e independiente de toda potencia extranjera o se hunde la isla.” La frase caló como un grito de guerra entre los trinitarios, infundiendo el valor de luchar sin tregua por la soberanía.
A Juan Bosch, dotado de una oratoria pedagógica y ética, se le atribuye haber dicho: “Ningún hombre es superior a su pueblo.” La frase sintetiza su convicción de que el líder debe ser servidor de la ciudadanía, no un caudillo encumbrado por encima de la gente. La expresión cala como antídoto contra el mesianismo.
El liderazgo político de hoy parece prisionero de una verborrea estéril, divorciada de las buenas prácticas, desprovista de ideología y huérfana de compromiso real. Abundan las construcciones verbales diseñadas sólo para el titular o el trending topic, pero escasean las que encienden la conciencia o comprometen la acción.
Es un lenguaje sin alma, sin propósito transformador, sin raíces en la historia ni alas hacia el futuro. Ante ese profundo vacío, que también es decepción, ahora nos quieren vender la obscenidad como retórica exitosa, revestida de un pragmatismo burdo, asentado en el cortoplacismo extremo, el desprecio por los principios, el oportunismo y la justificación simplista. Cuando el verbo deja de ser luz y camino, la oscuridad del cinismo no solo gana terreno: lo coloniza.
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