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El egoísmo, una dolencia del espíritu y la comunidad

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En una avenida transitada, un joven tropezó y cayó al suelo con fuerza mientras corría para tomar un autobús.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Egoísmo. En una avenida transitada, un joven tropezó y cayó al suelo con fuerza mientras corría para tomar un autobús. Se lastimó la pierna y soltó su mochila. A su alrededor, decenas de personas pasaron de prisa. Algunos lo esquivaron sin mirarlo; otros lo observaron un segundo y siguieron su camino. Nadie lo ayudó a levantarse. El golpe más fuerte no fue el del pavimento, sino el de la indiferencia.

Esa escena no ocurrió en un país en guerra ni en una ciudad sin leyes. Ocurre todos los días en nuestras calles, oficinas y redes sociales. Y revela un mal profundo de nuestra era: el egoísmo como forma de supervivencia y el individualismo como estilo de vida.

Desde hace décadas, la cultura occidental ha ensalzado al “yo” por encima del “nosotros”.

Frases como “sé tú mismo”, “haz lo que te haga feliz”, “no le debes nada a nadie” se han vendido como consignas de empoderamiento, pero a menudo han servido para justificar el desapego emocional, la falta de compromiso y la ruptura de lazos esenciales. Frases de empoderamiento mal entendidas han legitimado la desconexión con los demás.

El filósofo Byung-Chul Han, surcoreano radicado en Alemania y uno de los pensadores más influyentes de la actualidad, advierte que vivimos en una “sociedad del rendimiento”, donde cada uno debe ocuparse de sí mismo, medirse, optimizarse, sobrevivir. El resultado: una epidemia de soledad, ansiedad, comparaciones y desconfianza.

La psicología lo confirma. Un estudio longitudinal dirigido por Jean Twenge en la Universidad Estatal de San Diego reveló un aumento dramático en los niveles de narcisismo en las generaciones más jóvenes desde los años 80, acompañado por una caída en la empatía y las relaciones de apoyo mutuo. Narcisismo en alza, empatía en caída: una señal clara del desequilibrio emocional de nuestro tiempo.

El individualismo exacerbado no solo rompe lazos sociales; también afecta la salud física y emocional. La soledad autoimpuesta puede enfermarnos tanto como cualquier virus.

Una revisión publicada en Perspectives on Psychological Science (Cacioppo & Cacioppo, 2014) concluyó que las personas solitarias y centradas únicamente en sí mismas presentan mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares, inflamación crónica, depresión y deterioro cognitivo. El aislamiento tiene consecuencias biológicas reales y peligrosas.

Además, un estudio liderado por la psicóloga Barbara Fredrickson en la Universidad de Carolina del Norte reveló que las emociones positivas conectadas con la apertura al otro -como la compasión, la gratitud y el amor solidario- generan cambios biológicos medibles, fortaleciendo la expresión de genes vinculados al sistema inmunológico. En cambio, las emociones centradas exclusivamente en el yo no producen los mismos beneficios. Abrirse al otro fortalece incluso nuestras defensas biológicas.

En su obra El arte de amar, Erich Fromm lo expresó con fuerza:

“El narcisista solo puede amar su propio reflejo. No puede ver ni sentir al otro como otro.”

El amor propio no debe convertirse en la negación del otro.

Lo paradójico es que, cuanto más se encierra una persona en sí misma buscando su bienestar, más se aleja de él. El egoísmo es un camino sin retorno hacia el vacío emocional.

El egoísmo no solo es un problema psicológico o social. Es una enfermedad del alma. Nos encierra, nos endurece, nos desensibiliza. Nos hace creer que el otro es una amenaza o simplemente alguien irrelevante.

Y sin embargo, la Escritura nos recuerda:

“Ninguno busque su propio bien, sino el del otro.” (1 Corintios 10:24)

“No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.” (Filipenses 2:4)

La espiritualidad nos llama a salir de nosotros mismos para encontrar sentido.

Jesús no solo enseñó el amor como mandamiento: vivió el desapego del ego como camino. No buscó grandeza personal ni reconocimiento, sino que se entregó por completo a la causa del otro. Darse es salvarse; servir es vivir.

El egoísmo no es fortaleza; es fragilidad disfrazada. Es un miedo a ser herido, una defensa contra el compromiso, una respuesta equivocada a un mundo hostil. Detrás del egoísmo suele esconderse una profunda inseguridad.

Pero hay otro camino. Un camino donde mirar al otro no sea una carga, sino una oportunidad. Donde cuidarse no implique olvidarse de los demás. Donde el “yo” no se realice sin el “nosotros”. La felicidad no es una conquista solitaria, sino una experiencia compartida.

Porque aprender a ser feliz no es solo protegerse… es compartir el viaje.

Guíate de tu corazón: él sabe cuándo alguien necesita que te detengas.

Porque donde el ego reina… la felicidad renuncia.

En el próximo artículo exploraremos cómo cultivar una espiritualidad de la compasión, en la que el amor al prójimo no es solo un mandato religioso, sino una medicina emocional y una ruta directa hacia el bienestar interior.

Porque amar -con conciencia, con presencia y con empatía- también es una forma de sanar.

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