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La Administración Pública (AP) se asocia con la burocracia y la estructura estatal, según teóricos como Alexis de Tocqueville, Jean Bonin, Dwight Waldo o Woodrood Wilson, por nombrar algunos. Sin embargo, la AP también es una ciencia social que aporta al diagnóstico de los problemas sociales. Es una de las ciencias con mayor impacto en la vida de las personas, dado que la seguridad, los servicios públicos, la educación y la salud, entre otros, están íntimamente ligados con la vida cotidiana.
Es importante señalar que la AP no es estática, sino que ha evolucionado con el tiempo. En “El Antiguo Régimen y la Revolución”, Tocqueville destacó que la burocracia fue la que sobrevivió a la caída de los absolutismos. Por su parte, Weber analizó la organización del Estado prusiano, que era el más eficiente, eficaz y efectivo al implementar políticas públicas. No obstante, con la llegada del siglo XX, la administración se transformó, influenciada por otras escuelas.
Entre 1920 y 1932, el taylorismo y el fordismo influyeron en la administración, apelando al consumo, la eficiencia y la división social del trabajo. Entre 1940 y 1950, surgió la escuela de las relaciones humanas, que impulsaba el análisis de las organizaciones a través de los individuos y sus comportamientos. Paralelamente, apareció la Escuela de la Contingencia, centrada en analizar las organizaciones a partir de los estímulos internos y externos.
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, las ciencias sociales ganaron relevancia, marcadas por el triunfo de la democracia liberal sobre los fascismos. La AP no fue la excepción y adoptó un enfoque dual, centrado en 1) la democracia electoral y liberal, y 2) la conformación del estado de bienestar, es decir, un modelo interventor que redistribuía la riqueza e intentaba reducir las desigualdades.
Durante la década de 1970, el estado de bienestar se agotó, dando paso a un Estado mínimo, enfocado en la no intervención económica y basado en la idea de que el mercado se autorregula. La llegada del proyecto desregulador impactó en la Administración Pública, dando lugar a la Nueva Gestión Pública (NGP), que incorporó principios de las empresas privadas al Estado, con el objetivo de corregir problemas como la corrupción, la ineficiencia y su gran tamaño, ya que contaba con muchas empresas.
El mundo comenzó a ver el auge de presidentes y primeros ministros que no necesariamente eran administradores de formación, pero impulsaban la NGP a través de sus políticas desreguladoras. Margaret Thatcher en Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos fueron figuras clave en la promoción de la liberalización económica, las privatizaciones y la reducción de la intervención estatal en la economía.
Estos personajes enfocaron sus proyectos en la rentabilidad de las empresas para la economía de sus naciones. Eventos como el cierre de minas en Reino Unido y las protestas contra Thatcher o el proyecto “reaganomics”, centrado en reducir el impuesto al petróleo y simplificar el sistema tributario. Estas decisiones buscaban sanear las economías, eliminar los aranceles y combatir la corrupción en gobiernos anteriores.
Sociólogas como Naomi Klein lo denominaron la “doctrina del shock”, es decir, aplicar un tratamiento agresivo contra la crisis económica. En América Latina, la NGP estuvo acompañada de gobiernos militares como los de Augusto Pinochet en Chile y Rafael Videla en Argentina; ambos generales fueron protegidos por la doctrina de seguridad nacional, impulsada por Henry Kissinger, pero también tenían un proyecto económico. Estos gobiernos privatizaron diversas empresas, con el objetivo de disminuir la carga fiscal en la economía.
En las décadas de 1980 y 1990, América Latina fue gobernada por presidentes que se consideran parte de la NGP. En la ciencia política, este periodo coincidió con el ascenso de los “neopopulistas”, figuras carismáticas con discursos que prometían solucionar los problemas heredados a través de la desregulación económica. Todos fueron electos democráticamente, aunque algunos optaron por el autoritarismo en el poder.
Un neopopulista como Alberto Fujimori en Perú, que gobernó con poderes absolutos de 1992 a 1999, lo logró asociado con los grandes capitales del país y adoptando el Consenso de Washington. En Argentina, Carlos Menem privatizó cerca de 80 empresas estatales del sector minero, militar y de telecomunicaciones, entre otros. Mientras tanto, en México, el proyecto desregulador fue acompañado por el entonces partido hegemónico, el Partido Revolucionario Institucional (PRI).
El PRI impulsó a Carlos Salinas de Gortari, quien, ya como presidente, prometió adoptar el liberalismo social, es decir, un nombre diferente para el proyecto neoliberal. Salinas renegoció la deuda externa de México, vendió empresas no rentables para el Estado y generó un nuevo crecimiento económico. Una característica de su gobierno fue que su gabinete estaba integrado por profesionales de universidades estadounidenses como la Universidad de Chicago, Yale y Harvard.
Otros presidentes de izquierda y críticos de las grandes potencias también adoptaron políticas de libre mercado. En Brasil, el sociólogo Fernando Henrique Cardoso, que en su libro con Enzo Faletto “Dependencia y desarrollo económico en América Latina” criticaba el imperialismo económico, tuvo que sumarse al modelo librecambista como presidente.
En otras regiones, como Europa del Este y Asia, la historia tuvo variaciones. Durante la tercera ola de democratización según Samuel Huntington, los ex países soviéticos adoptaron economías de libre mercado y democracias parlamentarias; sin embargo, los procesos solo consolidaron Estados mafiosos, donde el poder político y económico se unificaron en una élite empresarial asociada al gobernante de turno.
Rusia es el ejemplo más claro. Boris Yeltsin fue el primer presidente de la Federación Rusa; en su mandato, vendió empresas estatales a ex miembros de los soviets, creando una oligarquía. Cuando fue sucedido por Vladimir Putin, que ha alternado el poder como primer ministro y presidente, las privatizaciones continuaron. La diferencia con su predecesor es que Putin cooptó a las élites económicas, lo que le permitió mantenerse en el poder y eliminar cualquier oposición real.
Putin no sometió el poder económico a su poder autocrático, sino que creó una relación simbiótica, necesitándose mutuamente para sobrevivir. Rusia no es una democracia, pero al empresariado no parece importarle, mientras sigan obteniendo beneficios. En Asia, la historia de la modernización está marcada por la Nueva Gestión Pública y los autoritarismos.
Países como Corea del Sur, Singapur y Filipinas tuvieron regímenes autoritarios que abrazaron el libre mercado. En Corea del Sur y Filipinas, las dictaduras militares y personalistas fueron fundamentales para integrar a estos países a la globalización. En Singapur, el partido hegemónico, Acción Popular, ha gobernado desde la independencia, pero se ha adaptado a los cambios económicos en un mundo interconectado.
Todos los casos anteriores están relacionados con la Nueva Gestión Pública, ya que se han adoptado enfoques del sector privado para implementar modelos de libre mercado. En algunos casos, el autoritarismo acompañó la desregulación económica, ya sea por gobiernos autoritarios civiles o militares; en otros, fue un proyecto que trascendió a las presidencias; y en otros, coexistió con la democracia liberal.
Es importante destacar que los líderes mencionados no son los únicos ligados a la NGP; el mundo está presenciando el auge de otros con una orientación empresarial más marcada. Por ejemplo, Donald Trump y el apoyo de gigantes tecnológicos como Musk, Bezos o Zuckerberg; Nayib Bukele y sus innovaciones en criptomonedas; Javier Milei, que gobierna Argentina como una empresa privada, o Xi Jing Ping, que ha guiado a China hacia la conversión tecnológica.
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