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Tal como con Lucifer: una cosa es invocarlo y otra verlo materializarse. De forma repentina y creciente, se manifiesta que empleadores de sectores económicos cruciales, y hasta algunos que no lo son tanto, no hallan suficiente mano de obra si se corta el flujo transfronterizo que hasta ahora les ha permitido rebasar el límite legal de solo tener en sus plantillas un 20 % de extranjeros. Al país, sin duda, le urge superar la importante subordinación que, por diversos motivos difíciles de erradicar a corto plazo, ha enraizado profundamente en labores de construcción y agricultura, con haitianos asumiendo casi al cien por ciento la dureza de trabajar con varillas y cemento, o distribuidos con protagonismo que obliga a sudar bajo el sol inclemente en cada finca donde brota café o cacao, guineo o plátano.
Los cerdos de la ascendente y muy rentable agropecuaria criolla engordan tocados por las callosidades de manos importadas, y siempre corresponden a operadores bilingües con el creole como lengua materna, las tareas más ingratas de la producción de pollos en galpones inmensos y de olores insoportables, obligando a lidiar sin descanso con desechos que deben eliminarse, pues la falta de higiene fomenta virosis de origen animal. Sin esa gente, este país no sería la primera potencia avícola de Centroamérica y el Caribe. Llevará tiempo crear condiciones salariales y métodos de producción que “suavicen” las jornadas, para que la dominicanidad se acoja a los empleos que casi siempre han merecido desprecio al obrerismo local. Las palabras clave son gradualidad e incentivos, lo que implica, para lo inmediato, flexibilizar los permisos al recurso humano foráneo, en función de las necesidades de los empleadores de campos y ciudades, por tratarse de actividades productivas que no deben disminuir por nada del mundo. Una especie de amnistía que reduzca transitoriamente y paulatinamente los requisitos para expedir permisos de trabajo. Esto, en lo que se logra volver atractivas las plazas más desafiantes del mercado.
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