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Miami. — En un giro que pocos habrían previsto hace tan solo un año, Elon Musk — quien fue presentado con bombos y platillos como el rostro tecnócrata del nuevo gobierno de Donald Trump — se ha retirado del escenario público y gubernamental en medio de una tormenta de fracasos empresariales, contradicciones políticas y un desgaste mediático que lo hizo pasar de visionario a distracción peligrosa.
Al mismo tiempo, en las sombras de ese repliegue, emergió con una fuerza renovada Russell Vought, un nombre hasta hace poco relegado a los márgenes de la tecnocracia conservadora, pero que “hoy es sinónimo de la reconstrucción ideológica del Estado trumpista bajo parámetros de obediencia, verticalidad y ortodoxia nacionalista cristiana”, advierte el politólogo Pablo Salas a EL UNIVERSAL.
La transición no fue repentina, sino gradual, casi quirúrgica. Las críticas acumuladas contra Musk por su implicación en temas ajenos a su campo, desde inmigración hasta política fiscal, pasando por el rediseño del sistema de salud pública, se sumaban al desgaste reputacional que ya arrastraba por sus desplantes autoritarios y su ambigua relación con el supremacismo blanco.
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“Le ofrecimos el cielo y se estrelló con sus propias ambiciones”, dijo un alto funcionario republicano a The Washington Post.
Musk había sido nombrado al frente del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés), una estructura creada por Trump y Vivek Ramaswamy con el objetivo de recortar agencias, reducir el tamaño del Estado y sustituir burocracia profesional con lealtad partidaria. Su llegada fue celebrada con entusiasmo por los medios conservadores como el momento en que el “hombre más rico del mundo” ponía su cerebro e influencia al servicio del país; sin embargo, el entusiasmo se convirtió en ruido, y el ruido en crisis.
Los golpes hacia Musk lo traspasaron y llegaron a sus empresas. Tesla registró una caída de 71% en sus beneficios netos durante el primer trimestre de 2025. SpaceX perdió contratos clave con agencias europeas. Neuralink y X (antes Twitter) enfrentaban investigaciones del Congreso. La figura de Musk se hizo tóxica para sus propias marcas. La hiperactividad del hombre más rico, saltando de la política fiscal al rediseño de la agencia migratoria ICE, opinando sobre vacunas, criptomonedas y hasta educación sexual en escuelas públicas terminó diluyendo su poder real y alimentó la percepción de que era un improvisador compulsivo, sin control ni foco.
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“Nos dimos cuenta de que Elon podía encender la sala, pero también incendiarla sin razón”, comentó un funcionario de la Casa Blanca. En abril, el propio Trump confirmó en una entrevista que “Elon tiene que dirigir un gran número de empresas. En algún momento regresará, pero por ahora se está retirando de sus funciones activas”.
Musk escribió en X que “ha sido un honor colaborar con DOGE. Ahora es tiempo de volver a mis compañías. Siempre dispuesto a asesorar, pero desde la distancia”.
Ese “asesor desde la distancia” es exactamente lo que el nuevo trumpismo no necesitaba, porque mientras el hombre más rico del mundo acaparaba titulares y disgustaba a inversionistas, la transformación silenciosa del aparato estatal estaba siendo orquestada por alguien sin la menor intención de brillar: Vought.
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Russell Vought no llegó desde Silicon Valley, sino desde los sótanos de la Oficina de Gestión y Presupuesto (OMB), que encabezó durante el primer mandato de Trump y a cuya dirección regresó.
Formado en universidades evangélicas y think tanks (grupos de opinión) ultraconservadores, fue uno de los arquitectos del Project 2025, un ambicioso plan de más de 900 páginas diseñado para reestructurar por completo la administración federal desde el primer día de un eventual segundo mandato de Trump: “Lo hizo desde el Center for Renewing America, organización fundada por él mismo y respaldada por la Heritage Foundation”, detalla Salas.
“El plan incluía propuestas como desmantelar el Departamento de Educación, eliminar protecciones laborales para burócratas, centralizar el poder ejecutivo y promover una agenda cultural conservadora, explícitamente cristiana. Lo que estamos viendo”, asegura el analista.
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“Mi ideología no es una herramienta para despedir individuos”, declaró Vought durante su audiencia de confirmación en el Senado para dirigir la OMB, en febrero pasado, donde fue aprobado por 53 votos contra 47: “Es una clasificación distinta que asegura que la administración [de Trump] tenga personas comprometidas con ejecutar la agenda del presidente”.
La frase, pronunciada con calma técnica, encendió las alarmas entre los demócratas y varios sindicatos federales, que denunciaron una “purga silenciosa” del funcionariado profesional. Según estimaciones del Federal Workforce Protection Center, más de 32 mil trabajadores federales son vulnerables a despidos discrecionales, sin considerar los ya afectados.
Vought impulsó la eliminación de USAID, el recorte total del presupuesto para la Corporación de Radiodifusión Pública (PBS), el traslado de varias agencias a zonas rurales, una táctica que ha sido interpretada como forma de desmantelar la capacidad técnica de Washington, y la reestructuración del Departamento de Justicia para someter sus decisiones estratégicas a la oficina del presidente.
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“Elon Musk era un espejismo; Vought es el bisturí”, comentó la analista Heather Cox Richardson. “Musk cumplía una función estética, la ilusión de una disrupción pospartidaria, pero Vought tiene un plan y lo está ejecutando con precisión doctrinaria”, apuntó.
Si algo caracteriza a Russell Vought es su insistencia en lo que llama radical constitutionalism, una reinterpretación de la Constitución que otorga al presidente el derecho y el deber de gobernar sin obstáculos “legislativos ni judiciales”, cuando el “Estado profundo” amenaza con desobedecer la voluntad del pueblo expresada en las urnas.
En una entrevista con Tucker Carlson en diciembre de 2024, Vought fue directo: “El presidente debe actuar ejecutivamente lo más rápido y agresivamente posible con una perspectiva constitucional radical para desmantelar esa burocracia en sus centros de poder”.
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Las consecuencias de esa lógica están a la vista. Departamentos enteros han sido vaciados, los sindicatos han perdido su capacidad de negociación, las ONG han sido excluidas de contratos públicos y la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) se ha sometido a una directriz presidencial que permite censurar contenidos por razones de “seguridad cultural”.
La senadora Elizabeth Warren denunció ante la prensa que “lo que Vought está haciendo es una revolución antiliberal desde dentro. Está cambiando las reglas de juego sin que la mayoría de la población lo note”.
Trump parece satisfecho. A diferencia de Musk, Vought no discute, no se extralimita, no brilla. Hace lo que se le pide y más.
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“Russell está haciendo un trabajo fenomenal. Nadie entiende el gobierno como él”, dijo Trump durante un mitin en Phoenix. “Muchos hablan. Russell ejecuta”, dijo.
Y aunque desde el Partido Republicano hay quienes observan con inquietud la concentración de poder en torno a Vought, la mayoría guarda silencio o aplaude. Incluso figuras moderadas como Marco Rubio han elogiado su gestión como “necesaria para limpiar la casa”.
Sólo Mitt Romney se atrevió a disentir abiertamente al decir: “Estamos viendo una burocracia reemplazada no por eficiencia, sino por obediencia. Eso no es gobernar, es dominar”.
El alejamiento de Musk y la consolidación de Vought resumen un viraje táctico en la segunda presidencia de Trump. El tiempo del espectáculo ha cedido al de la ingeniería política. Si el magnate tecnológico simbolizaba una ruptura con lo tradicional desde la extravagancia, el burócrata conservador representa la revancha institucional desde la ortodoxia. Uno provocaba mensajes en X, el otro produce reformas duraderas: “La historia no olvidará a Elon Musk pero será Russell Vought quien determine si esa historia fue una temporada de caos pasajero o el inicio de una transformación estructural sin retorno”, sentencia Salas.
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