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A menudo confundimos la intolerancia a la lactosa y la alergia a la leche, creyendo que son lo mismo, pero son condiciones distintas. Un artículo de la revista médica “Lancet”, fundada en Inglaterra en 1823, indica que el 68 % de la población mundial es intolerante a la lactosa, y muchas veces, las personas no lo saben y padecen las molestias que esto conlleva.
La intolerancia a la lactosa no es una alergia; es un problema digestivo en el que nuestro cuerpo no puede procesar un tipo de azúcar llamado “lactosa”. Se debe a la falta de “lactasa”, la enzima que descompone la lactosa, lo que genera los síntomas de malestar típicos.
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Otras causas son las infecciones gastrointestinales, la celiaquía y la enfermedad de Crohn, que dañan el intestino y reducen la capacidad de digerir la lactosa.
Los genes encargados de producir la lactasa pueden “apagarse” con el tiempo. Por eso, es más probable que la intolerancia a la lactosa se diagnostique en la edad adulta, ya que, al envejecer, el cuerpo produce menos lactasa.
Los productos lácteos con más azúcar, como la leche, la crema, el helado, el queso crema, el requesón y los quesos blandos como la mozzarella, son más propensos a provocar síntomas. Los productos lácteos fermentados como el yogur, la mantequilla y los quesos duros, con menos lactosa, incluso contienen bacterias que descomponen la lactosa, por lo que podrían ser mejor tolerados.
La alergia a la leche es un problema inmunológico, comúnmente causada por las proteínas de los lácteos, que puede aparecer desde el nacimiento y persistir toda la vida. Al igual que la intolerancia a la lactosa, el cuerpo reacciona con síntomas de forma rápida.