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Stoker basó a su criatura literaria en Vlad III de Valaquia, un príncipe rumano conocido como Vlad el Empalador, famoso por su crueldad y despiadadas ejecuciones de enemigos y traidores. Su leyenda sangrienta sirvió como punto de partida para la creación del vampiro más influyente de todos los tiempos.
Con casi 500 páginas, Drácula es una obra que ha fascinado a generaciones y se mantiene como uno de los grandes pilares del terror gótico. Desde el divertido Conde Contar de Plaza Sésamo hasta la seductora y trágica versión que encarnó Gary Oldman bajo la dirección de Francis Ford Coppola en 1993, el personaje ha tenido múltiples rostros e interpretaciones. Y es que Drácula no es solo una figura de ficción: es un verdadero paradigma cultural, adaptable a cada época.
Una de las genialidades de la novela es su estructura: Stoker no narra los hechos desde una voz omnisciente. En cambio, construye la historia a través de cartas, diarios personales, telegramas y hasta informes médicos, haciendo que el lector se convierta en un espía que reconstruye los hechos desde distintas miradas. Este estilo epistolar, que ya había usado Mary Shelley en Frankenstein décadas antes, aporta realismo y tensión, y le da a Drácula una atmósfera inquietante y absorbente.
De este modo, además de jugar con la variación de puntos de vista para ver un mismo momento desde distintas perspectivas, la novela pone en primer plano algo interesante como método narrativo aún hoy: a través de documentos supuestamente auténticos, juega con el verosímil de un modo tan inquietante como inmersivo y convierte la experiencia de lectura en un momento intranquilo y morboso.
Adentrarse en las páginas de Drácula es ser parte de la investigación de un hecho pavorosamente extraordinario. Más allá del vampiro puntual, lo realmente espeluznante pasa a ser que quien lee se convierte en testigo — que no puede intervenir — de la lucha perdida de antemano contra un monstruo. El monstruo es la otredad, lo desconocido. Lo angustiante que está en juego, lo que aterra, es que lo combaten hombres y mujeres para preservar su humanidad. Sin medir cómo. Perdiéndola a veces en el camino. Ese procedimiento existencial es el corazón tenebroso que hace latir todo lo gótico.
“Escúchenlos. Criaturas de la noche. ¡Qué melodía componen!” (en el original “Listen to them — children of the night. What music they make” y en esta traducción “Escúchenlos. Los hijos de la noche. ¡Qué música la que entonan!”). Eso dice el vampiro, que aún no se muestra como tal, pero da pistas, mientras de fondo titila el horror. Se refiere a los lobos que le aullaban a la luna y, también, es la bienvenida al castillo que le da al todavía inocente y desprevenido Jonathan Harker.
La frase está en Drácula, de Bram Stoker, y también la reproduce, tenebrosa y hermosamente Bela Lugosi en la película de Tod Browning, de 1931, que es la primera adaptación, bastante fiel, de la novela al cine. La anécdota de la trama la conoce el planeta entero, aunque no hayan leído la novela. El subtexto va mucho más allá de atrapar a un vampiro. A lo largo de la historia — que no es romántica y en dónde Drácula no se enamora de Mina como simplificó en muchos casos el cine — , se tratan varios temas coyunturales. El rol de la mujer, el deseo y la sexualidad, el rechazo a la inmigración y hasta el daño que causa el colonialismo.
La historia de Stoker es sobre gente que descubre una fuerza maligna y sus planes. También es sobre el proceso de revertir escepticismos ante la intención de daño cuando se presenta como una oferta seductora. El conde de Transilvania, insatisfecho y debilitado por reinar solo en sus dominios, un día vuelve a desear más. Escondido, sin que nadie lo perciba, llega a Londres de finales del XIX a pesar y por un joven que lo tienta y que después va a combatirlo. Comienza a asesinar silenciosamente a hombres y mujeres para alimentarse.
Es una pandemia, dicen en la ciudad ante la ola de muertes inexplicables. Drácula, inmoral y diabólico, es el reflejo de la sociedad urbana inglesa. Sus crímenes simbolizan los secretos subyacentes durante el final de la era victoriana. Siglo y pico más tarde, resuena. El personaje es espejo de la mirada social sobre la migración de judíos desde Europa del Este a Gran Bretaña. En ese entonces, el temor era que se diluyera la sangre inglesa. Entonces, se combate, se ataca en legítima defensa. También, en la libertad de elección de género para sus intercambios sensuales, encarna cómo se condenaba el deseo y la sexualidad, la experiencia erótica en general y, puntualmente, la homosexual. Por eso se señala, se evita, se teme y se castiga.
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Mina, uno de los héroes de la historia, no es una damisela en apuros. Es independiente. Trabaja, estudia. Habla. Dice lo que piensa. Se sale del rol establecido para las mujeres por la sociedad de esa época. Presentarla así es, todavía, una postura bastante feminista del autor, que no era para nada ajeno al movimiento en su Irlanda natal.
Todo lo que sucede en Drácula, a simple vista y por debajo, fue su plan. El chico que escribió la gran novela vampírica, Bram Stoker, no fue un alma torturada a lo H. P. Lovecraft, ni tuvo hijos muertos como Mary Shelly o problemas económicos y un final prematuro como Edgar Allan Poe. El robusto, inteligente y guapo irlandés vivió feliz, de modo intenso y aventurero. Conoció el éxito y escribió Drácula con premeditación profesional, sabiendo bien qué buscaba como autor, cerca de los 50 años. Además, se casó con la chica de sus sueños y tuvieron un hijo.
También disfrutó de una felicidad conyugal, que no lo coartó para tener aventuras por el mundo y juergas varias. Tercero de siete hermanos, Abraham Stoker nació el 8 de noviembre de 1847 en Clontarf, una zona de clase media trabajadora, con pasado vikingo, al norte de la ciudad de Dublín. Su padre era funcionario público y su madre, una gran lectora que, según contó ya adulto, fue su primera influencia literaria, ya que lo crió contándole historias de fantasmas y cuentos con duendes, gnomos, trolls y todo el folklore fabuloso irlandés.
Siempre le dijeron Bram, desde la infancia. Creció y entró a una universidad prestigiosa, el Trinity College en Dublín. Ahí fue campeón de atletismo, presidente de la Sociedad Filosófica y tuvo acceso la enorme biblioteca, que cambió el rumbo de su vida. Leyó y mucho. Conoció la obra del novelista, dramaturgo y cuentista Wilkie Collins, el mundo romántico de Poe y cayó rendido ante la poesía de Walt Whitman.
No tuvo que hacer trabajos sufridos para pagar sus estudios, simplemente entró como funcionario en el Castillo de Dublín, sede del gobierno británico en Irlanda, donde su padre tenía un cargo de jerarquía. Otra vez influenciado por su madre, se empezó a interesar por el teatro. Así que comenzó a escribir críticas hasta llegar a ser redactor jefe del periódico The Irish Echo.
Publicó ficción por primera vez a los 25 años. Era septiembre de 1872 cuando su cuentoLa copa de cristalsalió en la revista London Society: An Illustrated Magazine of Light and Amusing Literature for Hours of Relaxation. Lo celebró la crítica y el público. En esa época, también, andaba de parranda con su amigo Henry Irving, uno de los actores más famosos de la escena, que tenía un teatro al que Stoker se sumó como gerente y asesor artístico.
Cuando parecía que nada podría irle mejor, conoció a Florence Balcombe, aspirante a actriz y asidua concurrente a las tertulias que organizaba la escritora y poeta feminista Speranza, nada más ni nada menos que Jane Frances Agnes Elgee, madre de Oscar Wilde.El autor de El retrato de Dorian Graytambién formaba parte del círculo y terminó siendo amigo íntimo de la futura pareja. Bram y Florence se casaron y fueron a vivir a Londres. Stoker siguió escribiendo. En total, tiene diez novelas y dos nouvelles. Todas publicadas en vida. También tres libros de cuentos, uno editado póstumo. Hizo no ficción, cuando todavía no se le decía así al género.
Son crónicas sobre sus viajes a Estados Unidos, perfiles de estafadores famosos y sus memorias sobre su gran compinche Henry Irving. La pasó bien. En eso estaba cuando escribióDrácula, una novela para la que usó todos sus recursos: los dramatúrgicos, los de investigación y los literarios. Poesía y filosofía. Feminismo, coyuntura, su observación aguda y pilla de la realidad. El conjunto efectivo puesto en juego con imaginación, inventiva, folklore irlandés y el enorme imaginario fantasmagórico de su infancia. No inventó nada. Stoker capturó algo que ya latía.
Entre sus influencias, en trama y subtrama, palpita la novela cortaCarmilla, publicada en 1872, del irlandés Sheridan Le Fanu, autor que venía leyendo desde su juventud universitaria. La historia sucede en Europa del Este y trata sobre una vampira que seduce mujeres, las muerde en el cuello, les produce “síntomas peculiares”. Ahí está el antecedente más directo. El resto de inspiraciones que le atribuyen, son probables, pero no hay registros.
Se dice — y se quiere creer con todo el corazón tenebroso de sus fans — , que en 1890 Stoker conoció al historiador húngaro Arminius Vambery y él le contó la historia de Vlad Tepes. El príncipe de Valaquia, hijo del monarca Vlad Dracul, al que le decían “el Empalador” porque así asesinaba a sus enemigos. Su leyenda es hipnótica y brutal. El irlandés, se supone, tomó mucho de ahí, además de todo lo que investigó sobre mitología vampírica de Europa del Este.
Así nació su retorcido, certero y fenomenal Drácula, personaje no solo inmortal en la trama de su novela, sino en la historia de la literatura universal. No fue un trabajo fácil. Se calcula que tardó siete años en escribirDrácula, que finalmente se publicó en 1897. Igual que Frankenstein, tuvo
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