Entretenimiento

¡Esto debe terminar!

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Hoy en día, cualquiera con un micrófono se siente con derecho a hablar, sin importar su preparación ni su sentido de la responsabilidad.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

La comunicación social se encuentra en una crisis seria. Hoy en día, cualquiera con un micrófono se siente con derecho a hablar, sin importar su preparación ni su sentido de la responsabilidad. Lo que antes requería ética y compromiso, ahora parece impulsado por el escándalo, la vulgaridad y el sensacionalismo.

Las nuevas figuras mediáticas — aquellas que ganan relevancia por su presencia en redes sociales, no por su preparación ni contenido — han impuesto una agenda superficial. Los temas más populares se centran en rumores sobre la vida privada de las personas, presentados con gritos, insultos y vulgaridades. Eso no es comunicación; es una burla peligrosa.

Aunque el entretenimiento y la farándula siempre han existido, la banalización actual va más allá: degrada la palabra y su propósito. Autores como Guy Debord, Mario Vargas Llosa y Zygmunt Bauman lo predijeron al hablar de la sociedad del espectáculo, la civilización del espectáculo y la modernidad líquida. En este contexto, la verdad y el análisis ceden ante el ruido y la viralidad.

Otro fenómeno preocupante es la proliferación de “sicarios mediáticos” que, en cuestión de segundos y sin pruebas ni rigor, destruyen reputaciones construidas durante años con esfuerzo y sacrificio. La posverdad y la polarización han socavado la valoración de los hechos y la argumentación lógica. Se ha perdido la importancia de los datos. Se premia a quien grita más fuerte, a quien “informa” más rápido, incluso si miente.

Lo más alarmante es que este modelo está siendo auspiciado por marcas, empresas e incluso gobiernos. La falta de exigencia de la audiencia ante estos contenidos agrava el problema. Un claro ejemplo fue el caso USAID, donde muy pocos se atrevieron a solicitar pruebas o a cuestionar la narrativa dominante.

Por supuesto, cada uno tiene el derecho de elegir qué consumir y qué producir. Sin embargo, muchas personas optan por el camino más fácil. Porque sentarse frente a un micrófono a inventar, especular y repetir rumores es sencillo. Lo difícil es hacer el trabajo serio de cuestionarse: ¿qué temas importan de verdad?, ¿cómo impactamos positivamente en la vida de las personas? Y afrontar las consecuencias de plantear temas que puedan incomodar al poder.

El periodismo, como recordó Miguel Franjul en su editorial “Periodismo de parodia”, consiste en informar con responsabilidad, verdad y respeto por la dignidad humana. No se trata de escandalizar ni de difamar, sino de ejercer un servicio público con ética e integridad.

Por ello, aunque no apoyo la censura, sí es necesario establecer límites claros. La libertad de expresión no debe confundirse con la difamación o el linchamiento mediático. Mis derechos terminan donde comienzan los tuyos. Una cosa es la libertad; otra, el libertinaje.

Es urgente modernizar la Ley 61-32 sobre Expresión y Difusión del Pensamiento, que data de 1962. El proyecto de ley que se debate actualmente representa un punto de partida. Debería incluir sanciones claras para quienes afecten intencionalmente el derecho al buen nombre, así como disposiciones sobre discursos de odio, desinformación, noticias falsas y manipulación con inteligencia artificial. También se requiere un proceso de vistas públicas y consenso.

Mientras tanto, quienes creemos en el pensamiento crítico y en la profundidad no debemos darnos por vencidos. No podemos renunciar a nosotros mismos ni a nuestras ideas. Aunque no genere “likes”, es fundamental defender los principios, la ética y el sentido de justicia. La historia nos ha enseñado lo que ocurre cuando se calla ante los abusos. Hoy atacan a Faride Raful; ayer fue a Juan Bolívar Díaz, Huchi Lora, Altagracia Salazar, Marino Zapete, Edith Febles y Mariasela Álvarez. Mañana podría ser cualquiera de nosotros.

Como recuerda el poema de Martin Niemöller, atribuido a Bertolt Brecht:

“Primero vinieron por los socialistas, y me quedé callado, porque yo no era socialista.

Luego vinieron por los sindicalistas, y no dije nada, porque yo no era sindicalista.

Luego vinieron por los judíos, y no hablé, porque yo no era judío.

Luego vinieron por mí, y para entonces ya no quedaba nadie que hablara por mí.”

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