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Cuando el pueblo de Israel anhelaba un líder que les liberara, política y espiritualmente, le llamaba “Mesías”, el escogido por Dios. Esa elección divina se simbolizaba ungiendo con aceite la cabeza del elegido, a quienes se les llamaba “ungidos”. Mesías significa ungido.
Cuando Pedro, en el evangelio de hoy (Lucas 9, 18 – 24), llama a Jesús el Mesías de Dios, lo proclama como el ungido, la figura clave en la historia donde se cumplen las promesas de Dios.
Es sabido que, durante su vida pública, Jesús de Nazaret evitó llamarse a sí mismo “el Mesías”. Esto podría desviar al pueblo y a sus discípulos hacia una búsqueda equivocada de poder, como si este fuera suficiente para transformar la sociedad.
Hasta hoy, nuestras élites utilizan su liderazgo para obtener beneficios personales, priorizando sus intereses sobre el bien común. Por ello, con algunas excepciones, nuestro liderazgo, político o económico, ha generado cinco siglos de clientelas y un ciudadano “ratón”.
Jesús hizo un aporte fundamental al liderazgo cuando enseñó: “Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará”.
A Jesús se le sigue libremente y sin manipulaciones, incluso religiosas. Para seguir a Jesús, hay que renunciar a los intereses personales, afrontar las limitaciones diarias y luego caminar con Jesús. ¿Por qué? Porque quien busque la aprobación y las ventajas de los poderes, ya está perdido; pero quien pierda su vida por los valores y la propuesta fraterna de Jesús, ese se salvará.
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