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“La vida no es lo que uno vivió, sino lo que recuerda y cómo lo recuerda para narrarlo”. Así arranca Gabriel García Márquez el primer tomo de su autobiografía “Vivir para contarla”. La vida vivida es la recordada para ser narrada. Y, casi siempre, lo que recordamos con mayor viveza son las primeras impresiones que nos dejaron nuestras experiencias felices de niños. Esto explica por qué en Cien años de soledad lo que el coronel Aureliano Buendía evoca en el momento crítico en que se enfrenta al pelotón de fusilamiento es precisamente “aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Quizás la niñez tenga como cometido -que debe ser asegurado por padres, familia y sociedad- el de forjar los recuerdos que nos permitirán comprender y sobrellevar los duros momentos que atravesaremos como adultos. Recordar nuestra primera mascota, cuando aprendimos a montar en bicicleta o patines, el olor del perfume de nuestra madre, la sorpresa de un deseado regalo del niño Jesús, la alegría de nuestros padres cuando nos vieron nadar por primera vez, el beso imprevisto en la mejilla de una compañera de clases durante el recreo, el sonido de la lluvia cuando nos cubríamos bajo la manta en las inolvidables noches de mayo, aquellos días tarareando melodías mientras íbamos apretados en el carro de papá, son la eficaz vacuna y antídoto contra los tiempos agrestes de la vida adulta y envejeciente.
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Son esos hermosos y felices recuerdos de la infancia los que quisiera que permanecieran, en palabras del poeta Alfred Tennyson, “a mi lado, cuando se apague mi luz, y la sangre se arrastre y mis nervios se alteren con punzadas dolorosas. Y el corazón enfermo y las ruedas del tiempo giren lentamente. Cuando a mi frágil cuerpo le atormenten dolores que alcanzan la verdad. Y el tiempo frenético siga esparciendo el polvo. Y la vida furiosa siga arrojando llamas. Cuando vaya apagándome. Cuando el camino se acabe. Y lo recorrido no sea más que un recuerdo, un instante suspendido en el tiempo, en la eternidad”.
Posiblemente la vida adulta consista en la búsqueda de la inocencia infantil perdida. La felicidad consistiría entonces en ser niños inocentes de nuevo. Pero tal vez el recuerdo nuestro no sea el de nuestra inocencia como niños. Quizás de lo que se trate es de la inocencia de nuestros padres, que nunca tuvieron la oportunidad de ser niños, que sufrieron guerras, represión, abusos, hambre, en sociedades cerradas y autoritarias. Padres que huyeron hasta dejar de ser niños y que, con nosotros, “por fin fueron inocentes, por fin vieron a un niño hacer de niño frente a un juguete” (Guillem Martínez) que quizás nunca tuvieron.
Hay quienes, como F. Scott Fitzgerald, dicen: “No quiero repetir mi inocencia. Quiero el placer de perderla de nuevo”. La historia de nuestra infancia es, por eso, casi siempre, la de la pérdida de nuestra inocencia. Por más que queramos prolongar la niñez inocente siempre llega el momento del “coming of age”, el inicio de la mayoridad. En cualquier caso, lo único cierto es que, como decía Rousseau, “lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre”. De ahí es que recordar es vivir y recordamos para narrarlo.
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