Tecnologia

Putin expulsó de Rusia a Pável Dúrov, creador de Telegram, y ahora implementa ‘Max’ en los dispositivos móviles

8828661317.png
Telegram se convirtió en el canal predilecto para la disidencia y la organización ciudadana.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Dinamarca se despide de los carteros: el fin de una tradición postal de 400 años

En Rusia, instalar una aplicación de mensajería en el móvil se ha vuelto una decisión política.

El movimiento no es casual. Desde hace años, el gobierno de Vladímir Putin busca controlar el acceso de sus ciudadanos a internet.

Las protestas masivas de 2011-2012 y la posterior guerra en Ucrania aceleraron una ofensiva regulatoria y técnica para aislar la red rusa del resto del mundo.

Más tarde, creó Telegram, la app de mensajería que el gobierno ruso intentó sin éxito bloquear entre 2018 y 2020. Telegram se convirtió en el canal predilecto para la disidencia y la organización ciudadana. Pero en Rusia, innovar demasiado puede costar caro: Dúrov acabó abandonando el país y, a día de hoy, reside en el extranjero, sin posibilidad real de volver ni de operar su empresa en su tierra natal.

Mientras tanto, el Estado no ha parado.

Tras declarar a Meta (la empresa tras Facebook, WhatsApp e Instagram) como organización extremista y bloquear sus principales servicios, solo WhatsApp resistía en los móviles rusos, con 66 millones de usuarios en 2024. Pero la paciencia se agota: el gobierno lleva meses amenazando con prohibir WhatsApp si no cumple las leyes rusas y ahora acelera el reemplazo por alternativas patrias.

En este contexto nace Max, desarrollada por la tecnológica rusa VK con una inversión de más de 12 millones de dólares.

La app combina mensajería, pagos, miniaplicaciones y chatbots, todo bajo la atenta mirada de los reguladores. Su parecido con el ecosistema chino de WeChat no es casualidad: el modelo es el control total y la integración de servicios, pero sin espacio para la privacidad incómoda.

La llegada de Max no es solo una cuestión de mercado. Forma parte de una estrategia más amplia para aislar a la sociedad rusa de los contenidos y servicios occidentales. Desde 2019, la llamada “ley de internet soberano” permite al gobierno cortar, redirigir o manipular el tráfico online a su antojo. Los proveedores de internet deben instalar equipos estatales de vigilancia y censura, y los intentos de saltarse los bloqueos con VPN son cada vez más peligrosos: quien busca contenido prohibido se arriesga a multas o incluso a la cárcel.

Las nuevas leyes firmadas por Putin en 2025 prohíben a empresas y organismos públicos usar apps extranjeras para comunicarse con clientes. Además, se prepara una lista negra de software de “países hostiles”, un eufemismo para todo lo que huela a Silicon Valley o Bruselas. El objetivo es claro: que los rusos vivan, trabajen y se comuniquen solo a través de herramientas nacionales, fácilmente auditables por el Estado.

La paradoja de Telegram en Rusia es digna de una novela de espías. Oficialmente, la app sigue disponible, pero siempre bajo sospecha. Aunque nació en Rusia, Dúrov ha insistido en que Telegram no tiene vínculos con las autoridades rusas ni comparte datos con los servicios de inteligencia. Sin embargo, el Kremlin nunca le ha perdonado su independencia y, tras varios intentos fallidos de bloquear la plataforma, optó por la presión indirecta: bloquear otras apps, endurecer la vigilancia y, ahora, imponer Max como alternativa “fiable” y “patriótica”.

Dúrov, por su parte, nunca ha tenido verdaderas opciones en el país que le vio nacer. El espacio para la innovación digital sin tutelaje estatal se ha reducido al mínimo. A día de hoy, Telegram es tan popular entre los rusos como incómoda para el poder, pero la tendencia es clara: el Estado quiere reducirla a la irrelevancia.

El caso ruso ofrece una lección sobre los riesgos de la dependencia tecnológica y la fragilidad de las libertades digitales. La migración forzosa a Max no solo afecta a los usuarios, sino que sienta un precedente inquietante. Si Rusia logra consolidar su “internet soberano”, el modelo podría tentar a otros regímenes interesados en domesticar la red.

En el día a día, los ciudadanos rusos ya sienten el impacto: conexiones lentas, apps que dejan de funcionar, redes sociales que desaparecen y una sensación de encierro digital que recuerda a épocas pasadas. La resistencia existe, pero cada vez resulta más arriesgada. Las VPN, antaño salvavidas, ahora se persiguen como si fueran contrabando. Los jóvenes, acostumbrados a la inmediatez y diversidad de la red global, son quienes más notan la diferencia, mientras que los nostálgicos de la era soviética aplauden el regreso del control.

Aun así, el humor ruso sobrevive: si puedes enviar un mensaje a tu tía en Vladivostok sin usar paloma mensajera, considérete afortunado. Y si no te convence Max, siempre puedes desempolvar el telegrama… aunque esta vez, el remitente se llama Kremlin.

TRA Digital

GRATIS
VER