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En enero de 1924, las luces del Teatro Colón de San Pedro de Macorís se iluminaron para recibir una puesta en escena que marcaría un hito: “El puente de los suspiros”. El público se rindió ante su colosal dramatismo. Pero fue un año después, en 1925, cuando el teatro dejó de ser solo espectáculo: se transformó en crónica de justicia social. Las críticas empezaron a mirar más allá del telón, registrando no solo funciones, sino inquietudes profundas sobre la ciudadanía de las mujeres.
Así, llegamos al enero de hace un siglo, cuando todo un país conocía una obra artística del intelectual antiocupacionista Julio Arzeno; ya el escritor y periodista puertoplateño (creador de las revistas ilustradas Ariel y El Proclivismo) había publicado un extenso ensayo sobre el Plan Hughes Peynado, en 1923; pero con “Los quisqueyanos: drama e historia de la raza” unía sobre las tablas más que etnografía y etnología.
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La inclusión de personajes femeninos en escena hizo que desde Fémina se le felicitara publicando el grabado de su fotografía con este epígrafe:
“Julio Arzeno es uno de nuestros mejores compositores; autor de la ópera “Los quisqueyanos” que está mereciendo por el mérito de su esfuerzo los más encendidos elogios de la intelectualidad dominicana”.
A esta magnífica puesta en escena le siguen otras que, vestidas de sublimidad, aparentando sutil ligereza, haciendo reír de las preocupaciones, entonaban y expresaban verdades sobre la condición de la mujer. Al teatro de la Ciudad Puerto, en 1925, llegó la venerada Guadalupe Rivas Cacho, estrella impulsora de “Compañía de Revistas Mejicanas” (sic), con un repertorio que abarcó “Rumba de los monaguillos” y “El calendario del año”, un cóctel de los géneros antecesores de las populares rancheras -campirano, regional, romántico-, el cual ocultaba desde el título su verdadera intención emancipadora.
Del mismo modo, la mesa editorial también publica los fotograbados de las artistas Virginia Alonso, Rosita del Toro y Margarita Hermann, destacando sus aplaudidas presentaciones del verano de 1925. De Virginia, a decir de las crónicas que fueron constantes hasta 1930, podemos saber que era una “diminuta artista de rarísimas creaciones”. Una “miniatura de mujer que apenas cuenta con un metro de tamaño, siendo una artista grande en su género de tonadillas”. Ella, con los acordes de una guitarra, habló de las necesarias incursiones de las dominicanas en la vida pública, cuyos extractos son posteriormente referidos en editoriales de Petronila Angélica Gómez Brea.
De Rosita y Margarita se resaltan sus apariciones cómicas que motivaban más que aplausos. “(…) Dos estrellas que guían noche tras noche, desde los tinglados del Colón, el espíritu sediento de arte y de emociones de nuestro público culto”. Con sus representaciones del arte castellano relatan las vicisitudes cotidianas de amas de casa, obreras, campesinas, maestras, un efecto mariposa que, sin dudas, despertó conciencia.
Hoy, a cien años de aquellas funciones que hicieron del escenario una representación de la vida de opresión de las dominicanas, el teatro sigue siendo un espacio donde se ensayan futuros posibles. Las voces de Lupe, Virginia, Rosita, Margarita y tantas otras no se han apagado: laten en cada mujer que toma la palabra, en cada artista que transforma la risa en reflexión, y en la expectación que se atreve a mirar más allá del telón. Porque el teatro, cuando es genuino, es también profundamente político.
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