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Dirigida por Jafar Panahi y coproducida por Irán, Francia y Luxemburgo, la película indaga la represión política en Irán y la cuestión moral.
En una nación donde el silencio se impone con dureza, Panahi vuelve a alzar su voz desde la penumbra. *It Was Just An Accident*, su nuevo largometraje rodado clandestinamente en Irán, no es simplemente una cinta: constituye una declaración de presencia, una reafirmación de que el cine es acto de resistencia y archivo de la memoria.
Tras más de diez años bajo arresto domiciliario, persecuciones y censura, Panahi regresa con una obra feroz, cargada de emoción y menos contenida que sus trabajos anteriores. No se trata solo de una transformación formal: el cambio es político, visceral, una respuesta directa al temor que durante años intentó paralizarle.
Como dice él mismo, “el hecho de filmar se ha convertido en mi única forma de respirar libremente”. Esa sensación se percibe en cada encuadre, en cada grito, en cada decisión narrativa de esta película.
Si *Taxi Teherán* se sustentaba en la sutileza y la ironía para mostrar la vida bajo vigilancia, *It Was Just An Accident* se sumerge en el caos emocional de una sociedad atrapada entre la urgencia de justicia y la incertidumbre ética.
La premisa resulta tan simple como contundente: Vahid, un hombre, cree reconocer en otro —un padre de familia corriente— al agente que lo torturó años atrás. Sin certeza absoluta, guiado solo por el chirrido de una prótesis, decide secuestrarlo y buscar corroboración en otros supervivientes.
Lo que sigue es una odisea desbocada por las calles de Teherán y el desierto iraní, donde víctimas y perpetradores invierten sus papeles, donde la memoria lucha contra la ira, y donde el espectador se ve arrastrado a cuestionarse si es posible impartir justicia sin reproducir los métodos del verdugo.
Panahi reconoce que su paso por la prisión de Evin alimentó esta historia. Aunque en las entrevistas no detalla las torturas que pudo haber soportado, admite que la experiencia lo transformó y que la violencia institucional dejó una marca difícil de traducir en imágenes sin caer en la propaganda.
En esta película, sin embargo, adopta conscientemente un tono más frontal, incluso con momentos de comedia absurda que, lejos de restarle seriedad, refuerzan el carácter trágico de la narración.
Uno de los episodios más reveladores ocurre cuando el grupo de supuestas víctimas —una fotógrafa, un librero, una pareja recién casada y un obrero— discute si continuar con su plan.
El secuestro, inicialmente impulsado por la sed de justicia, se vuelve una farsa que nadie parece poder controlar.
“Me interesa explorar cómo el dolor colectivo puede convertirse en espectáculo, cómo la violencia deja de ser personal para transformarse en ritual”, explica Panahi.
La película también se detiene en los dispositivos burocráticos del Estado iraní: hospitales donde las enfermeras exigen sobornos mediante terminales de tarjeta, policías que negocian su silencio a cambio de dulces, estructuras corruptas hasta el absurdo.
Todo ello es observado por la hija del presunto torturador, una niña que llama por teléfono a su padre sin saber que está retenido por un grupo de desconocidos.
Es en esos gestos —una llamada, una lágrima, un parto inesperado— donde Panahi encuentra la verdadera resistencia: en los lazos humanos que persisten a pesar del horror.
Uno de los logros más sutiles de la cinta es su manejo del tiempo. Aunque la acción se desarrolla en el presente, los personajes llevan un pasado que no pueden superar, y esa imposibilidad se vuelve condena. Al referirse a la estructura narrativa, Panahi afirma: “Cada escena fue concebida como una habitación cerrada, un espacio donde los personajes confrontan no solo al otro, sino a su propio reflejo”.
En el plano visual, la película también muestra una evolución. El director abandona sus puestas en escena minimalistas y apuesta por una cámara en constante movimiento, que captura con tono documental la deriva emocional del grupo. Los escenarios son lugares reales, filmados sin permisos, con luz natural.
“Rodar así no fue solo una necesidad logística, sino una decisión ética. No quería distanciarme de los personajes ni protegerme con la ficción. Quería estar allí, en el corazón del conflicto, con ellos”, comenta Panahi.
El resultado es una película incómoda, a veces excesiva, pero siempre sincera. Una obra que plantea interrogantes difíciles sobre la venganza, la justicia y la memoria. ¿Qué hacemos con nuestro dolor cuando el sistema que debería repararlo es el mismo que lo generó? ¿Es legítimo tomar la justicia por nuestra mano si las instituciones han fallado? ¿Y qué espacio queda para la empatía cuando todos cargamos heridas abiertas?
El film tampoco escapa a la autorreflexión. Vahid y sus compañeros improvisan juicios, discuten métodos, e incluso teatralizan sus acciones en una puesta en escena grotesca.
Panahi, en declaraciones recogidas por la prensa, lo resume así: “Quise mostrar cómo incluso los más oprimidos pueden reproducir las estructuras de poder que les hirieron”.
La película fue aclamada con ovaciones en festivales internacionales, aunque también generó incomodidad entre quienes esperaban una fábula más contenida.
Algunos críticos han señalado que el tono cambia bruscamente entre lo trágico y lo ridículo, y que la narrativa pierde fuerza hacia el final. Pero en un contexto donde hacer cine ya es un acto de insurrección, esas desviaciones se perciben más como signos de libertad que como defectos estructurales.
Panahi sigue siendo, junto a Mohammad Rasoulof, uno de los cineastas más valientes del Irán contemporáneo. Y *It Was Just An Accident* podría ser su obra más explícita emocionalmente.
Un canto de ira, sí, pero también una elegía por todo lo que se ha perdido: la verdad, la justicia, la dignidad. Frente a un régimen que niega la historia, él la proyecta en pantalla. Frente al olvido impuesto, él responde con cine.
Con esta pieza, Panahi nos recuerda que el cine no se compone solo de imágenes, sino de convicciones. Y que en tiempos oscuros, la cámara no es únicamente un artefacto estético: es una linterna, un espejo y una arma.
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