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«Se escribe Valladolid», les aclaro. «No lo confundáis con Bayadolíz, que es una localidad costera». «¿Vivir se escribe con v, profe?», me preguntan. «Se puede —les respondo— vibir, incluso bivir, pero no es lo mismo. Bibir es durísimo; un sinvivir». «¿Cárcel lleva tilde?», me plantean. «Según…», les contesto.
No, no aplico el rigor que me impusieron. En mi época, cometer una falta ortográfica grave era casi un delito. Una confusión entre b y v, o una n delante de p, te convertía en convicto, en un individuo peligroso. El argumento de nuestros maestros era que esas líneas que pulíamos a golpe de dictado serían, algún día, nuestra carta de presentación: por eso copiábamos una y otra vez los errores que manchaban nuestros cuadernos. El docente sabía que una hache traicionera marcaría nuestro destino; sería tan decisiva como nuestra ropa o nuestro aliento. En el portal Arqurate se lee un sabroso artículo al respecto: «El valor de escribir bien, idiota».
Curiosamente, lo que redactábamos con un esmero exquisito hace cuarenta años lo leía un reducido número de lectores; hoy en día los textos que compartimos —sin pulirlos en exceso— pueden alcanzar centenares de lectores. Sin embargo, como afirma Mireia Llopís en «La ortografía en las redes sociales y los chats», nuestros jóvenes están creando en las plataformas un código ortográfico propio que implica la transgresión deliberada —ola k ase— de la norma. Es sintomático que se haya viralizado —y sigue viral— la frase «Emosido engañado», grafiteada en una pared de Alcalá de Guadaira. Pablo Cantó reflexionaba en Verne sobre esa pintada y cómo se transformó en un lema. Muy elocuente también es «Un respeto por las faltas de ortografía», artículo de Patricia Simón en «La marea».
Resulta evidente, pues, que tanto antes como ahora seguimos usando un argumento irrefutable para tolerar los «horrores» ortográficos y no ponernos perfectos: al fin y al cabo el receptor entiende el mensaje; el error —ambruna/hambruna— no genera consecuencias.
Imaginemos, por un instante, que sí las tuviera. Que cuando algo fallara o se pervirtiera, repercutiera en el lenguaje y surgiera una realidad alternativa, defectuosa: existirían las plallas y el travajo. Habría días y también dias; esos que dejamos escapar. Inzendios, gerras, alkileres y Arjentina. También reenes y ectáreas calcinadas. Esas heterografías serían el espejo de la estupidez, del cinismo político que nos asfixia a diario. De la especulación inmobiliaria, de la falta de prevención, de la ausencia de ética internacional, de la precariedad laboral o de un turismo insostenible. Es la misma estrategia que emplea Ray Bradbury en su inolvidable relato «El ruido de un trueno», donde un viaje al pasado, aparentemente insignificante, contagia las palabras y trastoca el presente: «Sefaris a kualkuier año del pasado. Uste nombra el animal. Nosotros lo llebamos ayi».
Con esos mimbres diseñé una situación de aprendizaje para bachillerato —twinteandoconlaortografía— en la que, en lugar de corregir el fallo, debíamos acuñar el neologismo que surgía —abitación, bacaciones, devatir, vigor, varco…— y publicar esa acepción, acompañada de una imagen, en un post del viejo e ingenuo Twitter de 2010 al que los adolescentes de entonces estaban enganchados. No sé precisar qué parte de la propuesta correspondía a Lengua y cuál a Literatura. De aquella actividad guardo hoy «VESO: Dícese del beso que quisimos dar y no dimos y del que esperábamos recibir pero que nunca nos dieron. Ese veso me cambió la vida».
Y es que hay que buscar maneras de reivindicar la ortografía. Nos recuerda Manuel Vilas en X, @Granvilas: «La ortografía es pensamiento, inteligencia, rigor y delicadeza. Una falta de ortografía es lo más triste del mundo». A mis alumnos suelo decirles que escribimos bien por respeto a la persona a quien nos dirigimos; no irrumpimos en su esfera personal en chanclas y bañador. Y sobre todo les pido que cuiden lo que escriben porque pueden cumplir… o peor aún: cunplir.
Librar la batalla por la expresión escrita es hoy más urgente que nunca. Hace poco justificábamos relegar los contenidos en educación: cualquier dato está ya en la Red, a un clic. Siguiendo esa misma lógica, deberíamos soltar el bolígrafo: la inteligencia artificial escribe ligeramente mejor que nosotros y no se permite ningún error. Hemos menospreciado la memoria y estamos a punto de subcontratar la habilidad que mejor nos define: somos seres vulnerables que se equivocan una y otra vez, pero que jugamos, construimos e imaginamos mundos paralelos juntando palabras.
Al llegar septiembre, los turistas abandonan Bayadolíz. El invierno allí es apacible; no, nada que ver con el de Valladolid. ¿A dónde irá a parar…? En fin.
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