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El mercachifle es una persona ingenua

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Hay cierta verdad en ello, pero bajo el espectáculo de Trump se ocultan fuerzas más sombrías.

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NUEVA YORK – Una fotografía del presidente Donald Trump en la Casa Blanca, donde exhibe con orgullo su colección de gorras MAGA (“Hagamos que Estados Unidos sea grande otra vez”) ante los dirigentes europeos que asistieron a una apresurada sesión de paz sobre Ucrania, volvió a poner sobre la mesa la pregunta de qué motiva a este personaje tan singular. A diferencia de los carteles de campaña y del retrato oficial, que lo muestran como un hombre corpulento con mirada a lo Churchill, esa imagen evoca otro estereotipo, muy estadounidense: el magnate ostentoso que alardea de su fortuna y muestra fotos de sus hijos a desconocidos.

Los críticos de Trump suelen sostener que encarna los peores rasgos de la cultura norteamericana: vanidad cruda, gusto por la violencia, ignorancia arrogante, fanfarronería –¡el mejor, el mayor y EL MÁS HERMOSO ESPECTÁCULO SOBRE LA TIERRA!–.

Hay cierta verdad en ello, pero bajo el espectáculo de Trump se ocultan fuerzas más sombrías.

El hombre no es ideológico. Aunque posee prejuicios, no le mueven convicciones políticas firmes. Las ideas y creencias le sirven como instrumentos de poder y, cuando dejan de ser útiles, las desecha. Calificar a Trump de fascista implica imaginar una coherencia política que simplemente no posee.

En ciertos aspectos, la gestión Trump se parece a una operación mafiosa. Coaccionar a despachos de abogados y universidades de elite para que entreguen cuantiosos pagos a fin de evitar problemas constituye un chantaje típico. Pero, a diferencia de la mayoría de los mafiosos, que prefieren permanecer en la sombra y evitar el foco, Trump busca la exposición. Su negocio radica en explotar y corromper instituciones existentes, no en desmantelarlas.

El arquetipo estadounidense que más se asemeja a Trump es el del vendedor ambulante, el mercachifle, el promotor de traje chillón que sabe manipular y desollar a los incautos. Como diría P. T. Barnum, el empresario, político, estafador y fundador del famoso circo Barnum & Bailey del siglo XIX, “a cada minuto nace un incauto”.

Desde esta óptica, el planeta está lleno de perdedores crédulos, dispuestos a ser engañados por promesas de dinero rápido, fama instantánea o un futuro prometedor. Nada amedrenta más al embaucador que ser tomado por tonto. Este es uno de los temas recurrentes en la trayectoria de Trump: la idea de que otros países se están aprovechando de Estados Unidos, de que los extranjeros se burlan de los estadounidenses. Parece estar proyectando sus propias ansiedades sobre la nación.

Existe una conexión entre esta actitud y el sueño americano. El hecho de que el éxito, la fama y la riqueza sigan fuera del alcance de la mayoría de los estadounidenses no disminuye la aspiración de alcanzarlos. La promesa de que cualquiera puede “triunfar” en EE. UU. ha generado una enorme carga de energía, tanto positiva como negativa. La creencia de que suficiente dinero puede resolver cualquier problema ha alimentado el optimismo nacional, pero también un profundo cinismo: todo tiene su precio.

Este ánimo no tolera la tragedia, y mucho menos la ironía. El fatalismo corresponde a los pueblos agotados del mundo, cuyos habitantes huyen en busca de una vida mejor en EE. UU.

El cinismo, por otro lado, y especialmente la convicción de los mercachifles de que todos actuamos por codicia material, tiene una contrapartida: una ingenuidad peligrosa. Algunas personas no se dejan arrastrar por las promesas de riqueza y fama. Se puede resistir a esas tentaciones por motivos éticos, pero también por razones más oscuras. Al fin y al cabo, quienes hacen el mal a menudo lo hacen por una convicción profunda, impulsados por fervor religioso o político.

Es posible que el presidente ruso, Vladimir Putin, se sintiera halagado por los elogios de Trump en la cumbre de Alaska, desde la alfombra roja y el paseo en la limusina presidencial hasta las sonrisas cálidas y la promesa de un “gran acuerdo”. Pero es casi seguro que nada de eso caló en un hombre cuya riqueza supera a la de Trump, y cuyo objetivo de recrear la Rusia imperial no se logra mediante concesiones.

A diferencia de Trump, Putin es muy consciente de la historia. Aspira a ser un gran líder ruso, siguiendo los pasos de Joseph Stalin y Pedro el Grande. La idea de Putin de restaurar la grandeza rusa no es solo un eslogan en una gorra de béisbol, sino un plan concreto para expandir su territorio y aumentar su influencia, sin importar cuántas vidas se pierdan.

El error de Trump es pensar que él y Putin son almas gemelas, incluso amigos. No percibe que Putin no es un mercachifle. En la reunión de seguimiento con los dirigentes europeos en la Casa Blanca, un micrófono abierto captó a Trump susurrándole al presidente francés, Emmanuel Macron, que Putin “quiere cerrar un trato por mí. ¿Te das cuenta? Por muy loco que suene”. Eso demostró que Trump es un auténtico ingenuo. Es un charlatán que se cree sus propias mentiras, como el hombre que se regodea mostrando sus gorras MAGA. Eso lo convierte en un ingenuo, y Putin, consciente de ello, lo ha estado manipulando.

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