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Antes, la taza era la monarca, pues aventurarse a la letrina de noche se sentía como una expedición: cucarachas, luciérnagas y esas “animítas” daban al lugar un aire algo escalofriante.
En los pueblos dominicanos, el baño era toda una travesía. La letrina principal tenía un tejado de zinc y encima le ponían una hoja de caucho de coche y un bloque para resistir los huracanes. No era un lujo, pero cumplía su tarea con lealtad.
Cuando la familia reunía algún dineral, ya fuera por un pariente en EE. UU. o un pequeño negocio, finalmente aparecía el baño dentro del hogar, y poco a poco la gente se habituaba a esa comodidad.
En tiempos pasados, la taza era la reina, pues ir a la letrina nocturna era como una incursión: cucarachas, luciérnagas y esas “animítas” hacían el ambiente algo tétrico. Al principio, las tazas eran de porcelana, exclusivas de la élite; después llegaron las esmaltadas o de peltra (una que aún conservo), las de aluminio y, hoy, las de plástico.
También existía el “pato”, muy frecuente en hospitales, que cumplía una doble función: servir para lo obvio y medir el azúcar en la orina con la famosa glucocinta. Una tecnología insólita en el baño rural.
Las letrinas tradicionales eran cajones de madera con dos agujeros, uno grande para adultos y otro chico para niños, como una zona VIP. No había papel higiénico; se guardaba en casa y se llevaba como un tesoro.
Las familias con menos recursos colgaban un clavo en la pared para sujetar papel de embalaje o periódico. Si no había papel, se utilizaba la tusa de maíz, que después servía para alimentar a las aves. Y si faltaba la tusa, aparecía el “seto”, con todas sus consecuencias: las paredes con ají caribe para ahuyentar la costumbre y los movimientos inquietos del cuerpo delataban quién pasaba por allí.
En casas algo más elaboradas había dos palos barnizados, uno para adultos y otro para niños, que se lavaban después de cada uso. A pesar de la ausencia de agua corriente, la higiene seguía siendo prioridad.
Las letrinas no contaban con electricidad, así que había que llevar linterna. ¡Jamás fósforos! El metano acumulado podía explotar hasta al más precavido.
Así se vivía el baño rural dominicano: una combinación de ingenio, resistencia y humor para afrontar las necesidades básicas con estilo.