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El encanto del flamenco clásico

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Fue un ritual solemne y lleno de expresión, en el que su cuerpo se convirtió en eje del espacio.

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La XVI Gala Estrellas de la Danza Mundial, celebrada en el Teatro Nacional, vivió ese momento de euforia entre la intérprete y el público; el arte del baile lo llenó todo y lo paralizó por completo.

Durante la XVI Gala Estrellas de la Danza Mundial, realizada en Santo Domingo, se desencadenó un instante mágico y singular: un encuentro entre la artista y la audiencia, fundidos en la fuerza expresiva del flamenco, una de las manifestaciones culturales más potentes y universales de España, con raíces profundas en la historia social y artística de Andalucía.

Su atractivo reside en la mezcla de culturas, en la intensidad expresiva y en la capacidad de transmitir emociones fuertes mediante el cuerpo, el canto y la música. Lo que sucedió el pasado sábado 13 en el Teatro Nacional resulta difícil de describir.

Lejos de lo que, de manera superficial, solemos imaginar —un baile folclórico provincial—, el flamenco muestra, cada vez que sube al tablao, una personalidad artística que se erige en máximo culto a la expresividad corporal, vocal y musical, que apenas necesita una guitarra y un cajón.

La artista que congeló el aire con la potencia de sus movimientos y su taconeo fue Patricia Donn, bailarina española de formación clásica y contemporánea, nacida en Granollers, Barcelona, e integrante de la Compañía Nacional de Danza de España.

En primer lugar interpretó la danza flamenca *A ti, Lucho* (coreografía propia, con música de Sabicas), vestida con un traje de cola de plumas rosadas y blancas, diseño de la Casa de Moda Oscar de la Renta. Fue un ritual solemne y lleno de expresión, en el que su cuerpo se convirtió en eje del espacio. Dentro de un programa dominado por lo clásico, esa pieza resultó ser la más aplaudida. Con ella, Patricia Donn iniciaba una entrega artística histórica para ese escenario: giros, armonía y sensualidad tomando forma.

Y eso fue solo el comienzo. Tras el intermedio y tres números clásicos ejecutados con maestría, Patricia Donn volvió a aparecer, esta vez con un vestuario flamenco: traje‑pantalón entero rosado con chaqueta bordada en negro, cabello recogido en una cola baja y unos ojos penetrantes que hablaban tanto como sus brazos en postura de combate.

Desde ese instante, la magia y el clímax del flamenco —ese arte que conmueve intensamente a través del lenguaje corporal, del simbolismo y de la fuerza— se apoderó de la sala. Se estableció entonces la comunión entre una artista dispuesta a entregarlo todo y un público que se entregaba a ese conjunto de sonidos, giros, miradas desafiantes y cómplices, dominio técnico y estandarte de una tradición. Fue un momento en el que el cuerpo se vuelve instrumento, los brazos y las manos transmiten delicadeza y dramatismo, y el zapateado trasciende su propio sonido.

Patricia Donn debía presentar su segunda actuación y retirarse, pero no fue así. Sintió que entre ella y el público había un vínculo emocional, y decidió seguir sin música externa, apoyándose únicamente en el retumbe de sus tacones, en la expresividad de sus gestos, en el compás exacto y en un dramatismo indefinible.

La bailaora se adueñó del tiempo. Transformó la danza en una experiencia que penetra el alma y deja una marca indeleble.

Sin pronunciar palabra, conversó con la gente. Sabía que estaba alcanzando la trascendencia que solo un momento estelar de arte auténtico, responsable y creativo puede lograr. Era magia y complicidad: uno de esos instantes en que público y artista dejan de lado los roles que la tradición asigna para fundirse en uno solo.

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