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En el marco de supuestos asaltos a instalaciones militares e industriales del occidente de Ucrania, la noche del 9 de septiembre resultó sombría para Europa: Rusia lanzó 19 drones sobre el espacio aéreo polaco. De inmediato, el primer ministro de Polonia, Donald Tusk, manifestó que hubiese preferido que esos ataques fueran un equívoco, aunque estaba convencido de que no lo eran. La confirmación llegó algunos días después, cuando otros drones sobrevolaron edificios gubernamentales en Polonia, lo que desencadenó la detención de dos ciudadanos de Bielorrusia. Rumanía, también miembro de la alianza atlántica, detectó la presencia de un dron ruso cercano a su frontera.
Estos episodios suscitan interrogantes más profundos: ¿qué se oculta tras estas provocaciones? En primer lugar, una Rusia débil en los ámbitos militar, tecnológico y económico difícilmente se atrevería a desafiar a una alianza regida por la doctrina de los mosqueteros: “todos para uno, uno para todos”. No obstante, a diferencia de la novela de Dumas, no son cuatro, sino treinta y dos mosqueteros los que establecieron un juramento – tras una gran cantidad de sangre derramada en guerras anteriores – en el artículo 5 de su tratado fundacional: un ataque armado contra uno se considera un ataque contra todos.
Al observar que su economía no colapsó tras las sanciones comerciales impuestas por los países occidentales por la invasión a Ucrania en 2022, Moscú redirigió sus exportaciones de petróleo y gas hacia China e India. Esa maniobra le permitió crecer un 4,1 % en 2023 y un 4,3 % en 2024, cifras superiores al promedio de muchos países occidentales. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), las proyecciones para este año – sujetas a variaciones – sitúan el crecimiento ruso en 1,5 %, ligeramente inferior al de EE. UU. (1,7 %) y al de la zona euro (1,5 %).
En el plano militar y tecnológico, sus aliados – China, Corea del Norte e Irán – le han permitido consolidar una industria de drones, equipamiento militar, misiles balísticos y semiconductores, entre otros recursos estratégicos para sostener su ofensiva bélica. Ese apoyo ha reforzado a Vladímir Putin, quien coloca sobre la mesa sus condiciones en cualquier negociación: mantener los territorios conquistados (Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón) y aniquilar las pretensiones de Ucrania de integrarse en la Organización del Tratado del Atlántico Norte.
A pesar de los intentos fallidos de diálogo, incluso tras encuentros como la cumbre de Alaska entre Trump y Putin, donde la expectativa más optimista era la desescalada, ocurrió lo contrario: una mayor intensificación del conflicto.
La gran interrogante es: ¿qué hará Estados Unidos, la OTAN y Europa frente a estas provocaciones? “Europa debe luchar”, ha planteado la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. Pero para que esa declaración no quede en el idealismo utópico de las palabras, debe traducirse en el realismo práctico de acciones firmes de defensa del Viejo Mundo. Recordemos que un ataque a Polonia y a Rumanía no solo hiere la soberanía de esos países, sino que destruye los cimientos que, hasta ahora, han otorgado cohesión, seguridad, paz y estabilidad geopolítica a un continente que, sin el equilibrio de poder, ha sumido al mundo en dos ocasiones en horrorosas guerras. Trump, por su parte, en lugar de cuestionar a la OTAN debería apostar por su fortaleza, rememorando – con la visión estratégica de un estadista capaz de anticipar el futuro en medio de la incertidumbre – lo afirmado por el político británico Lord Lionel Ismay, primer secretario general de la alianza atlántica: “La OTAN existe para mantener a Estados Unidos dentro de Europa, a Rusia fuera y a los alemanes quietos”.
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