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No, la violencia sexual no es una tendencia

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Ante la avalancha de titulares, abundan las voces que aseguran que “esto es una moda”.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

En las semanas recientes se han documentado cuatro casos de violaciones en serie en la República Dominicana: uno en San Francisco, Villa González (Santiago) y dos en Santo Domingo Este, concretamente en Los Tres Brazos y en Los Frailes, el último más reciente. Ante la avalancha de titulares, abundan las voces que aseguran que “esto es una moda”. No es así. Estos hechos siempre han ocurrido; lo que ha variado es que ahora aparecen en la agenda pública gracias a la cobertura mediática y a la presión de las redes sociales.

Para comprenderlo es necesario retroceder. La violencia sexual forma parte de nuestra historia desde la llegada de los colonizadores españoles, que impusieron violaciones sistemáticas a las mujeres taínas como mecanismo de dominación. Esa herida fundacional se normalizó en la cultura patriarcal heredada, en la que el cuerpo femenino fue visto como botín de guerra o moneda de poder.

Durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, la violencia sexual volvió a institucionalizarse. El dictador empleó su autoridad para acosar, perseguir y agredir sexualmente a mujeres, a menudo de forma pública, enviando el mensaje de que la impunidad acompañaba al abuso cuando provenía de las élites. Trujillo no solo gobernó con terror político, también lo hizo con terror sexual.

Lejos de desaparecer con el fin del régimen, el acoso y el abuso han permanecido arraigados durante décadas en los entornos institucionales, laborales y comunitarios. Desde las universidades hasta los lugares de trabajo, innumerables mujeres han sido objeto de insinuaciones, chantajes y silencios impuestos. En muchos casos la violencia no se denuncia por miedo a perder el empleo, a ser estigmatizadas o a no obtener justicia.

Que hoy hablemos de violaciones múltiples no implica que estemos frente a un fenómeno nuevo. En la comunicación política, a este proceso se le denomina mediatización: cuando los medios no solo informan, sino que moldean la forma en que la sociedad percibe y debate un problema. En este caso, la visibilidad es fundamental: sin medios no hay debate, sin debate no hay presión social, y sin presión social los crímenes de violencia de género seguirían ocultos en el silencio.

No obstante, esa visibilización tiene dos caras. Puede constituir una herramienta poderosa para impulsar cambios y ejercer presión sobre las autoridades, pero también puede transformarse en revictimización si se cae en el sensacionalismo. Narrar con morbo, culpar a las víctimas o reducir los hechos a un espectáculo refuerza la cultura de la violencia en lugar de combatirla.

Un estudio sobre masculinidades de 2019, citado por la antropóloga Tahira Vargas, reveló cómo persiste la idea de que las mujeres “provocan” el abuso por su forma de vestir o por salir solas. Esa lógica desplaza la culpa hacia la víctima y exime al agresor, reproduciendo una cultura de permisividad que se arraiga en siglos de patriarcado.

Por ello es esencial que la cobertura periodística y el debate en redes se centren en lo esencial: la gravedad del delito, la urgencia de la justicia y la necesidad de prevención. La violencia sexual no es una tendencia; es un problema histórico y estructural que solo cambia de escenario: del encomendero al dictador, del jefe de oficina al agresor en la esquina o a jóvenes en manada.

Hoy la indignación se propaga más rápido gracias a la mediatización digital. El reto consiste en lograr que esa indignación no se quede en hashtags o titulares, sino que se traduzca en cambios culturales, legales e institucionales concretos.

Porque, si algo debe quedar claro, es esto: la violencia sexual no es una moda. Es una herencia histórica que nos corresponde romper, de una vez por todas.

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