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“Recuerdo las pequeñas hojas de zinc volando por el cielo. El viento arrancó a la gente y a los animales del suelo”. Más o menos eso era lo que narraba José, el hermano mayor de mi abuela, acerca del huracán San Zenón, que azotó Santo Domingo en 1930. Era el primer varón, después de su hermana mayor, o de sus dos hermanas mayores, me parece. Así que, si mi abuela nació en 1932 y era la menor de sus seis hermanos, José debió tener entre cuatro o seis años cuando experimentó lo que solía describir, al ser preguntado, como “el ciclón más potente que pasó por República Dominicana”.
José no era muy dado a la descripción, pero si algo no omitía en sus escuetos comentarios, era que en un momento hubo una pausa (el ojo del huracán) “y todos salieron de donde se habían refugiado” creyendo que lo peor ya había pasado. “Pero luego, la brisa llegó al revés y acabó con todo lo que quedaba”. No sé bien cómo sobrevivieron mis bisabuelos y sus hijos nacidos hasta ese entonces, pero sé que la desgracia fue considerable.
En 1930, no había forma de saber que un viento fuerte y una lluvia intensa serían el anuncio del desastre que José relataba desde las memorias recuperadas de un niño asustado, viendo diminutas láminas de zinc volar y cómo casi todo lo que conocía se desvaneció de un momento a otro ese 3 de septiembre.
La devastación dejada por San Zenón ofreció una página en blanco para quien hacía menos de tres semanas había asumido la presidencia de la República. En esa página, escribiría un destino que había comenzado a moldear desde su juventud, como un ladrón de poca monta, y que fusionaría el futuro de un país con su megalomanía hambrienta de poder.
San Zenón costó unas 4 mil vidas. La dictadura de Rafael Leonidas Trujillo, según estimaciones imprecisas, dejó posiblemente unas 30 mil personas muertas.
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Tenía 17 años cuando el huracán George tocó tierra en Santo Domingo. El día antes de que sus ráfagas arrancaran el techo de zinc del segundo piso de la casa de mi abuela, donde residía uno de sus sobrinos, las monjas salesianas decidieron enviarnos temprano a casa desde el politécnico. Esa noche se afirmó que el fenómeno natural no nos afectaría, que no debíamos preocuparnos. Sin embargo, varios periodistas y comentaristas de radio, incluidos los que tenían acceso a internet en aquella época (que eran muy pocos), aseguraban que estábamos en peligro.
Mi abuela estaba en Estados Unidos en ese momento, visitando a los familiares que vivían allí. Llamó alarmada, nerviosa, pidiéndole a mi tía, que vivía a pocos metros, que no nos dejara solos, que nos cuidara, que tomara medidas. Ella poseía más información que nosotros.
Mi tío menor, que por entonces estaba en sus veintes, ni se inmutó. Al igual que el Gobierno de turno, decía que no pasaría nada. Lo mismo pensaba el sobrino de mi abuela, Danilo. Mi hermano, un adolescente de 15 años, lo veía con indiferencia. Mi hermana y yo optamos por ir en contra de la actitud generalizada y comenzamos a recoger la ropa, guardarla en los armarios, levantar colchones sobre sillas, y revisar qué teníamos para comer. La electricidad se cortó pronto. Teníamos una radio y compramos pilas. En cierto momento, el ambiente empezó a enrarecerse. Todo se nubló y comenzó a llover, levemente, acompañado de un viento fuerte.
A Danilo solo le dio tiempo de bajar su ropa y algunas pertenencias. Mi tía Nuris estaba con nosotros, pero tan asustada que éramos los adolescentes de la casa quienes la tranquilizábamos. Ella pasó las peores horas del huracán en el baño, junto a la mascota de la casa, Bolito, un perro callejero sin cola que uno de mis primos le había regalado a mi abuela.
Recuerdo el fuerte viento, el agua colándose por las aberturas de las persianas, a Danilo, afligido, con una expresión de tristeza inconsolable. Mi tío menor, Roberto, se aventuró a la calle, cruzando al frente. No sirvió de nada que le dijéramos que era arriesgado. Supongo que su deseo de aventura era mayor. En ese instante, lo vi mirando fijamente hacia arriba, luego nos miró desde el otro lado y gritó con todas sus fuerzas: “¡Díganle a Danilo que el zinc se fue completo! ¡Se perdió todo!”.
Imaginé las láminas de zinc que antes cubrían el segundo piso, la casa de Danilo, como pequeñas alas solitarias, zarandeadas por el viento. José aún vivía. Estaba seguro en su casa, de techo de cemento, quizás rememorando el miedo que sintió en su niñez.
Lo asombroso tras el paso de ese huracán fue que al día siguiente el cielo estaba azul y despejado. Un sol brillante, calor. La sombra de los árboles de la avenida había desaparecido, sus ramas habían sido arrancadas. No había agua ni electricidad, y los precios de los plátanos y el hielo se dispararon en los días posteriores.
En casa, el mayor daño fue la casita de Danilo, construida sobre la de mi abuela. Había muertos, miles de damnificados. Ese día, mientras limpiábamos la casa y poníamos a secar lo mojado en el patio, en San Juan de la Maguana, el barrio La Mesopotamia fue borrado del mapa por la crecida del río San Juan, luego de que abrieran las compuertas de la presa de Sabaneta.
Cuando me enteré de la noticia, recordé el rostro del director de la Defensa Civil, Elpidio Báez. Dos días antes había asegurado que no sucedería nada. El número oficial de muertos por el huracán George fue de 283 personas. De esa cifra, se estima que 200 murieron en La Mesopotamia. Algunos medios de información elevaron el número de muertos a más de mil. Otros a unos 3 mil. Hasta hoy no hay consenso sobre cuántos perdieron la vida ante aquel fenómeno que “no pasaría”.
Báez siguió en la política. Fue elegido diputado por primera vez en 2002, cuatro años después del huracán George. Fue reelegido cuatro veces más para el mismo puesto, que ocupó hasta 2024, año en que buscaba reelegirse nuevamente como legislador por quinta ocasión.
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Las quejas se acumulan en X. La gente se queja de la suspensión de actividades porque “no ha llovido lo suficiente”. La tormenta Melissa lleva casi dos días detenida en un área del mar Caribe, pero lo que era antes de ser tormenta lleva produciendo lluvias desde hace cuatro días. Es un fenómeno errático. No parece tener un rumbo definido, fijo, constante. Ha avanzado muy despacio, y este viernes, mientras escribo a toda prisa ante la amenaza de un apagón que me dejaría sin internet (el inversor está dañado desde la semana pasada) y me impediría enviar este texto al editor de Ventana, Melissa parecía ganar fuerza y tomar rumbo al este-sureste.
No se sabe con certeza qué ocurrirá. Todos los pronosticadores están algo indecisos, pero aseguran que será huracán mañana, sábado, es decir, ayer cuando ustedes lean estas líneas. Y cuando ustedes lean estas líneas, es posible que mucha gente en Haití y Jamaica esté bajo el azote de ese huracán.
Nosotros, en República Dominicana, tenemos lluvia, mucha lluvia. Y gente buscando refugio, con sus casas anegadas de agua y lodo. Personas con el miedo de siempre, el temor a perderlo todo y volverse damnificados permanentes, residiendo en construcciones a medio terminar o improvisando un nuevo barrio porque las casas prometidas y la reubicación anunciada nunca se concretan. Ese es el origen, por ejemplo, del barrio Los Barracones de Los Alcarrizos (Canta La Reina), damnificados del huracán David, que afectó a República Dominicana el 31 de agosto de 1979. Un barrio surgido de la desidia gubernamental.
Mientras persiste la incertidumbre y la intranquilidad, la lluvia continúa junto a los malos pronósticos, mientras hay gente pensando en el chocolate caliente (¿Es mejor hacerlo con agua o con leche?), la comida a domicilio, el supermercado, compartiendo videos de una inundación de 2022 en las redes sociales para causar alarma, ignorando las inundaciones actuales en el interior del país, en el campo, en los barrios periféricos, en ese mundo distante del centro urbano; y se habla del drenaje pluvial que se dice urgente, pero que deja de serlo cuando cesa la lluvia, y veo el video de un alcalde con el agua hasta la cintura, acompañando a un equipo que va a drenar el agua que se acumula hoy, pero que se ha acumulado por décadas en ese mismo lugar cuando las lluvias son intensas.
Ojalá que, cuando lean este texto, ya haya dejado de llover. José murió hace más de diez años, así que ya no hay nadie a mi alrededor que hable sobre un huracán que hace 95 años arrasó una pequeña ciudad que luego se llamó Ciudad Trujillo por 31 años. Quizás Elpidio Báez vuelva a ser elegido diputado. Esperemos que no se cree otro barrio de damnificados.
Danilo, el sobrino de mi abuela, sigue viviendo en el mismo sitio, en el segundo piso de la casa de mi abuela. El techo sigue siendo de zinc.














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