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Toda reunión cumbre debería materializarse en un entorno de cordialidad básica. Más aún, una con los atributos de la que se ha fijado para la primera semana de diciembre en Punta Cana. Los matices ideológicos y las ópticas divergentes sobre cada uno de los mandatarios convocados pasan a un plano secundario, dado que es imperativo destacar los aspectos que vinculan el intercambio comercial, el avance tecnológico, la eliminación de gravámenes y las estrategias para el estímulo económico.
En ciertos momentos de la historia, la zona actuó colocando en primer lugar una realidad que reflejaba los pilares fundamentales de todo el proceso de la Guerra Fría. Tras la desaparición de ese punto de referencia, el reajuste del panorama político abrió paso a nuevas situaciones, marcadas por contiendas electorales fuertemente influenciadas o directamente dependientes del apoyo del poder económico continental. Y a partir de ahí, sin la tradicional barrera de Washington, el contexto se modificó de tal modo que las proposiciones transformadoras basaron su validez en el sufragio popular antes menospreciado.
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Ahora bien, habiendo variado el panorama político norteamericano, las perspectivas emanadas del Departamento de Estado buscarán como meta reformular el cuadro en toda la latitud, con mayor afinidad a sus prioridades. No se trata aquí de los usuales argumentos de sumisión o injerencia, inherentes a la forma de expresarse de las décadas del 60 y 70, sino de una aspiración por crear climas que propicien un mayor intercambio en torno a temas compartidos por toda Latinoamérica.
Apartar la medida democrática de los modelos esenciales para el progreso y la coexistencia resulta algo riesgoso. Sin embargo, el aura de limitación a las prerrogativas fundamentales caracteriza a una porción considerable de los gobiernos de la zona y, aunque es verdad que una asamblea no tiene como fin evaluar el grado de multiplicidad de ideas, no deja de ser cierto que la condición ideal para un debate constructivo debe fundarse en la confrontación de pareceres dentro del marco de la pluralidad democrática.
Lo delicado del encuentro agendado en Punta Cana presenta en la circunstancia actual un amplio abanico de interpretaciones que serían materia prima para una exaltación regional, dada la conexión ideológica de varios líderes distantes del actor principal en el continente. Y no es que la nación anfitriona obre sin los requerimientos de decoro y dignidad, sino que aplazar el evento facilitaría la espera de tiempos más favorables, con la intención de recuperar las buenas prácticas que rigen el mundo diplomático, sugeridas por la inteligente lectura de transformar el instante de tensión actual. Y sin claudicar ante el respeto absoluto a la voluntad electoral de las naciones que estimamos y estamos obligados a tratar con convivencia pacífica, la principal obligación de un regente radica en procurar un entorno propicio, dando preferencia a sus conciudadanos en el contexto de una integración territorial apta para mantener y/o asegurar niveles de crecimiento, estabilidad y sosiego social. Así nos resguardamos como país sin sacrificar un criterio de cautela que favorezca nuevas circunstancias para alcanzar diálogos rendidores y alejados de fricciones.
El escenario internacional ha sido escenario de agitaciones inéditas. Y en este caso, el enfrentamiento entre Chávez y Uribe en el contexto de la Cumbre del Grupo Río en el año 2010 sigue siendo objeto de comentarios punzantes en el ámbito diplomático.
Por el momento, la postergación de la Reunión de las Américas podrá ser criticada desde diversos frentes, pero la racionalidad de la precaución sugiere un aplazamiento inherente a un mejor ambiente. Es preferible prevenir que lamentar.















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