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La extracción de órganos como forma de explotación humana representa un extremo de abuso. Si bien la creencia popular suele vincularlo a raptos violentos, en realidad se sustenta en el engaño: falsas ofertas de empleo, presiones económicas y mentiras médicas, haciendo que el asentimiento de la víctima carezca de validez, según el Protocolo de Palermo y las guías de la UNODC.
Las organizaciones delictivas funcionan con estructuras elaboradas. Pueden contar con quirófanos secretos, personal médico comprometido y documentos falsificados para ocultar la conexión entre quien dona y quien recibe. Este nivel de complejidad complica la persecución legal del crimen, incluso en naciones con normativas avanzadas.
La raíz del asunto es la escasez de órganos a nivel mundial. La OMS calcula que anualmente se efectúan unos 150.000 trasplantes legítimos, lo que supone menos del 10 % de la necesidad real. En Latinoamérica, esta disparidad se agrava por la inequidad en el acceso sanitario y las largas listas de espera que impulsan el turismo de trasplantes ilícito. Diversos estudios internacionales indican que este mercado negro mueve entre 840 millones y 1.700 millones de dólares anualmente.
El comercio de órganos forma parte de una economía criminal más amplia que se aprovecha de fragilidades sociales y lagunas normativas. Los migrantes, refugiados y personas indocumentadas suelen ser el blanco principal. Se les manipula haciéndoles creer que la intervención es segura o incluso reversible.
Un caso reciente se vio en Kenia, donde individuos en situación precaria vendieron sus riñones por menos de 1.000 dólares, mientras que intermediarios los revenden fuera por hasta 200.000 dólares. Un reporte de DW señala que, en muchas ocasiones, las víctimas firmaban papeles erróneos bajo dificultades idiomáticas y eran operadas en clínicas que servían de fachada para redes globales.
Sin embargo, este suceso no es aislado. La aparición constante de traficantes como Robert Shpolanski —juzgado en 2016 por casos en varios países— demuestra que se trata de entramados organizados y perdurables, con un doble efecto: donantes que quedan con secuelas permanentes y receptores sometidos a procedimientos de baja calidad.
En Iberoamérica, la dimensión del tráfico ilegal es difícil de cuantificar por la ausencia de registros oficiales. No obstante, ciertos indicadores sugieren su presencia. En México, la UIF reportó 1.904 movimientos sospechosos relacionados con trata de personas y posible tráfico de órganos. Estas maniobras involucraban empresas fantasma y esquemas de lavado de dinero.
El déficit estructural de órganos intensifica la presión. Brasil, a pesar de efectuar 28.700 procedimientos legales en 2023, mantiene a más de 60.000 pacientes en espera, según la ABTO. En Colombia, casi 4.000 personas aguardan un órgano. En Perú, la donación voluntaria es mínima —un donante por cada millón de habitantes—, lo que alimenta rumores de ilegalidad no probados.
Otro factor a considerar es el aumento de dolencias crónicas en la zona. La Federación Internacional de Diabetes indica que en Latinoamérica la cantidad de adultos con diabetes pasó de 8,5 millones en 2000 a más de 32 millones en 2021, una circunstancia que incrementa la necesidad de riñones y otros órganos, frente a una oferta legal restringida por principios éticos.
Al mismo tiempo, fenómenos como el “turismo de trasplantes” se benefician de las rutas migratorias y la corrupción. El material de la UNODC detalla cómo las redes mueven a las víctimas hacia territorios con menor vigilancia y operan en centros médicos con apariencia formal pero fuera del marco legal.
Pese a estas pistas, es fundamental recalcar que no hay evidencia de que el tráfico de órganos esté generalizado o normalizado en Latinoamérica. Es un problema real, pero con alcance aún incierto, parcialmente debido a que queda oculto ante delitos más visibles como el narcotráfico.
Los gobiernos de la región deben actuar en tres áreas. Primero, potenciar la sanidad y la claridad en el proceso de trasplantes, para disminuir el atractivo del mercado clandestino. Segundo, tipificar en la ley la trata con fines de extracción de órganos como un delito separado, facilitando así la protección de los afectados y la trazabilidad de los órganos. Y tercero, reforzar la colaboración internacional, ya que las bandas operan cruzando fronteras.
Herramientas como el Protocolo de Palermo o las directrices de la UNODC ofrecen una base de actuación, pero su implementación sigue siendo desigual. Sin una articulación efectiva en justicia, salud y migración, los Estados continuarán creando vacíos de impunidad que las redes explotan.
Aun cuando el comercio ilegal de órganos no sea un problema masivo en Latinoamérica, sí supone un riesgo que se desarrolla en los intersticios de sistemas sanitarios débiles y en contextos de precariedad social. Ante esta situación, se necesitan estrategias completas que armonicen la ética, la colaboración internacional y las políticas de prevención, manteniendo siempre la dignidad humana como prioridad.















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