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Cádiz (1973). Redactor y editor especializado en tecnología. Escribiendo con carácter profesional desde 2017 para medios de comunicación y blogs en castellano.
Los Goonies fue de esas cintas que te marcaban de niño y que, al revisitarla, te devuelve una sensación que ya no existe. Un compendio de chicos con bicicletas, un plano arrugado y nula presencia adulta, buscando un botín pirata basándose en el instinto. Y es inevitable reflexionar sobre qué habría sucedido si esos mismos Goonies hubieran portado un teléfono móvil. Probablemente habrían alcanzado antes la nave de Willy el Tuerto, pero el periplo no habría poseído ni la menor parte del atractivo.
El relato arranca con un mapa en papel, lleno de dibujos y acertijos. Hoy bastaría con tomarle una imagen, subirla a Google Lens y seguir las coordenadas en cualquier aplicación de navegación. En breves instantes conocerían la ruta precisa, con notificaciones de tráfico y más.
El inconveniente es que la intriga se esfumaría. El “probemos por aquí” o el “intuyo que esto conduce a algo” sería sustituido por el punto luminoso en la pantalla. El espacio para el fallo, y para el hallazgo fortuito, se anularía.
Parte del atractivo del filme reside en que los jóvenes escapan sin conocimiento de nadie. Hoy sería materialmente imposible. Con la ubicación compartida o los avisos de “última vez activo”, los padres aparecerían antes de que localizaran la primera gruta. Ni el mejor refugio serviría. Y si alguno optara por apagar el aparato, el silencio digital sería aún más llamativo.
El desenlace sería el de una expedición frustrada antes de su comienzo. La libertad que gozaban los Goonies, esa amalgama de riesgo y emoción palpitante, no se concilia con la exigencia de estar siempre conectados.
Data era la mente brillante del grupo, el que ideaba artilugios con los materiales a su alcance. Esa clase de agudeza ya no se percibiría igual. Hoy recurriría a guías de YouTube o encargaría componentes por AliExpress.
Su cinturón con ganchos se habría transformado en un proyecto de Kickstarter o en un clip viral de TikTok. Lo que en los 80 significaba inventiva pura, hoy sería contenido. Y aunque sus artilugios contemporáneos operarían mejor, habrían perdido precisamente lo que hacía singular al personaje: la improvisación.
Visualicemos la escena final en 2025, los muchachos filmando secuencias en la embarcación pirata, publicando historias con el hashtag BotínGoonie o emitiendo en vivo por TikTok. El secreto duraría escasos minutos. Los buscadores de tesoros contemporáneos llegarían antes que las autoridades, y el sitio terminaría acordonado con un código QR informativo en el acceso. La tendencia de “compartir todo” habría aniquilado el misterio. Lo que antaño era una narración, hoy sería una moda efímera.
Ni el mejor smartphone del mercado podría recrear lo que cohesionaba a Los Goonies. La película funciona porque trata de eso, de camaradería, de confianza, de emprender algo sin certeza del destino. En una era donde los chats grupales han suplantado a las cuadrillas del vecindario, Los Goonies sigue recordando cómo era salir a la calle sin plan y sin mapa.
El encanto de Los Goonies radica en lo que hoy se ha desvanecido: la maravilla. Vivimos en un entorno donde ya nada asombra, donde todo está geolocalizado, calificado y documentado. Los Goonies representaban lo opuesto: afán de saber, fantasía, tropiezo y descubrimiento. Cuatro elementos que la tecnología nos ha hecho más difíciles de experimentar.
Si hubieran tenido celulares, su aventura no sería tal. Sería un hilo de mensajes, un vídeo vertical y una batería al 2%. El oro continuaría allí, pero ya nadie osaría ir a por él.















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