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A través de la trayectoria del séptimo arte, estos compañeros de periplo de cuatro patas han estado presentes para recordarnos algo fundamental: que a menudo los relatos más humanos son contados por aquellos que nunca pronuncian palabra alguna durante su existencia.
El lanzamiento de *Good Boy* (2025), una insólita cinta de terror con un canino llamado Indy como figura central, ha reavivado una vieja certeza de Hollywood: a veces las figuras más cautivadoras caminan sobre cuatro extremidades.
Mientras los grandes estrenos luchan con rostros conocidos, Indy, un decidido *retriever* cobrizo, acapara la atención al encarnar a un perro fiel que se enfrenta a entidades sobrenaturales desde su visión pura. Este “gran amigo” de la temporada de Halloween —filmado casi como si la cámara fuera su mirada— nos trae a la memoria cuán profunda puede ser la conexión entre el público y una criatura en la pantalla. Y es que desde los inicios del cine, los animales estelares han dejado una marca indeleble en nuestra memoria colectiva, ilustrándonos sobre la audacia, la fidelidad y la emotividad genuina.
Un afiche de 1929 destaca a Rin Tin Tin, el primer gran ídolo canino de Hollywood, cuya osadía fílmica salvó a varios personajes… y quizás a algún estudio cinematográfico.
Casi cien años antes de Indy, allá por la década de 1920, un pastor alemán rescatado de un frente de batalla europeo irrumpió en la fama de la pantalla grande.
Era Rin Tin Tin, el adalid canino pionero de Hollywood y protagonista de aventuras silentes cuyos ladridos calaban en el ánimo del público sin necesidad de sonido alguno.
Rin Tin Tin no solo socorría a niños extraviados o apresaba villanos en sus producciones; también ayudó a salvar una compañía en apuros: la anécdota cuenta que sus éxitos de taquilla contribuyeron a evitar la quiebra de Warner Bros.
En una época de celuloide blanco y negro tembloroso, Rinty —como se le llamaba con afecto— manifestaba una capacidad expresiva y un temple que llenaban el encuadre, afianzando desde el inicio la noción de que un animal podía sostener (o más bien, sobre sus patas) el éxito de una cinta.
King Kong, el enorme simio del filme homónimo de 1933, demostró que el vínculo afectivo con el espectador no distingue tamaños ni especies.
No transcurrieron muchos años para que otra criatura, muy diferente en magnitud y naturaleza, reclamara su puesto en la historia fílmica.
En 1933 se presentó King Kong, el gorila colosal que ascendió el Empire State con una dama en su mano, bramando con tal fuerza que hizo estremecer la modernidad de Nueva York.
Aquel ser primate, surgido de trucos visuales rudimentarios, logró algo inesperado: que la audiencia sintiera apego e incluso pena por él.
Kong no articulaba palabra alguna, pero sus ojos cargados de sentimiento y su penoso desenlace —”¡La hermosura mató a la fiera!”, se exclamaba en la célebre frase final— dejaron al público con el corazón oprimido.
Junto a Kong, comprendimos que hasta un “monstruo” podía ser figura principal y generar emoción, comenzando la larga travesía de figuras cinematográficas que reflejan nuestros propios afectos humanos.
A fines de los años treinta y principios de los cuarenta, en medio de momentos de incertidumbre, Hollywood siguió confiando en amigos animales para relatar cuentos de esperanza y aprendizaje.
En *El Hechicero de Oz* (1939), Toto, el pequeño *terrier* de Dorothy, acompañó a la niña y al espectador tras el arcoíris hacia un universo de fantasía.
Diminuto pero corajudo, Toto no solo desveló al mago farsante al tirar de una cortina, sino que se convirtió en emblema de la devoción absoluta que desearíamos tener siempre cerca.
Apenas tres años después, Walt Disney estrenó *Bambi* (1942), donde un cervatillo de grandes ojos aprendía sobre la vida en el bosque.
Distintas generaciones de infantes rieron con los tamborileos del conejo Thumper y sufrieron con la pérdida de la progenitora de Bambi, una de las secuencias más recordadas y lloradas del cine de animación.
Con Bambi, el cine probó que incluso sin intérpretes de carne y hueso, un ser animado puede instruirnos sobre el afecto, el luto y la capacidad de recuperación con una pureza que supera el paso del tiempo.
Lassie, la *collie* más célebre del planeta, hizo su debut en cine en 1943 y se volvió sinónimo de firmeza y temple en la cultura popular.
Un año después de Bambi, en plena era de la posguerra, una *collie* de frondosa cabellera blanca y castaña se consolidó como la perra más famosa del orbe. Lassie se estrenó en “La cadena invisible” (1943) regresando a su hogar a pesar de todas las dificultades, y desde entonces su nombre es emblema de lealtad incondicional.
En la pantalla, Lassie rescataba infantes caídos en huecos, alertaba sobre incendios y volvía desde el último rincón del mundo para reunirse con “sus” dueños.
Fuera del celuloide, su fama se expandió a programas de televisión y libros; pocas figuras caninas han generado tanta confianza a través de las épocas.
No es casualidad que en pleno siglo XXI todavía sepamos quién acude al rescate cuando exclamamos “¡Lassie!”: es la encarnación pura de la entrega heroica con cuatro patas y un ladrido.
Transcurrirían décadas hasta que otra criatura alcanzara tales niveles de fama mundial, pero la simiente ya estaba sembrada.
Los años 90, especialmente, se enriquecieron con producciones memorables centradas en seres vivos de toda forma y tamaño, recordando al mundo que el encanto del cine también se expresa con rugidos, trinos o balidos.
En 1994, Disney coronó su segundo periodo de esplendor con *El Rey León*, dando vida a Simba, un cachorro de león destinado a gobernar la sabana africana animada.
Simba nos hizo corear Hakuna Matata y lamentar el deceso de Mufasa; con él muchos jóvenes espectadores asimilaron el sentido del ciclo vital y la responsabilidad que conlleva la audacia. Ese mismo público infantil que lo vio crecer, hoy ya adulto, sigue conmoviéndose al recordar el momento en que Simba ruge desde la Roca del Rey anunciando su asunción al dominio —una escena que eriza la piel como pocas.
No solo la animación impulsó de nuevo a los animales en aquella década. En 1993, un gigantesco mamífero acuático saltó fuera del agua directo al corazón del público: era Willy, la orca protagonista de *Liberen a Willy*.
La imagen de Willy planeando en el aire sobre su joven compañero Jesse, con la música grandiosa de fondo, quedó grabada en la memoria de toda una generación.
La historia de amistad entre un niño solitario y una ballena en cautiverio que recupera su libertad inspiró a niños de todo el planeta a soñar con proteger la fauna marina y entender su idioma.
Apenas dos años después, en *Babe, el cerdito valiente* (1995), un lechón de granja nos enseñó que la nobleza y la gallardía pueden presentarse en las formas más insospechadas.
Babe, con su tierna ingenuidad y tesón para guiar ovejas en contra de todo pronóstico, hizo reír y llorar a familias completas, y demostró que un filme estelarizado por un cerdo parlante podía ser tan emotivo y respetado (¡incluso postulado al Óscar!) como cualquier drama humano.
En aquellos años noventa, constatamos que no importaba si era una ballena enorme o un pequeño lechoncito: las criaturas seguían siendo portavoces de nuestros sentimientos más hondos en el cine comercial.
El nuevo milenio dio continuidad a esta tradición con astucia y sensibilidad. Pixar, por ejemplo, transformó a un pequeño pez payaso en el héroe de una aventura marina.
Nemo, el pececito perdido de *Buscando a Nemo* (2003), y su padre Marlin lograron que millones de espectadores —tanto infantes como mayores— experimentaran la aflicción y el amor infinito de aquella búsqueda a través del vasto azul del océano. Con toques de humor (¿quién olvida a Dory y su lema de “sigue nadando”?) y mucha fibra sensible, Nemo nos recordó que el vínculo familiar y la tenacidad no conocen límites de especie.
Unos años más tarde, otro camarada de cuatro patas aseguraría un lugar preeminente en este repaso emotivo: Marley, el travieso labrador dorado de *Marley & Me* (2008) —conocida como “Marley y yo” en español— relató la trayectoria vital de un perro adorablemente caótico junto a su familia humana.
Marley no salvaba vidas como Lassie ni poseía voz animada; su proeza fue más modesta y a la vez más honda: provocar risa y llanto a toda una generación al exponer la belleza de los detalles cotidianos con una mascota, desde destrozar un sofá hasta la angustia irreparable de despedir a un amigo fiel.
Pocas salas de cine han guardado tanto silencio entre sollozos como la noche en que Marley se despidió en los brazos de su dueño, enseñándonos que el afecto por nuestros animales es tan tangible y transformador como cualquier otro.
En este recorrido a través de recuerdos cinematográficos, queda patente que los protagonistas animales han sido mucho más que una curiosidad encantadora: han funcionado como espejos de nuestra humanidad.
Nos han ofrecido lecciones de arrojo (¿quién no se inspiró con la perseverancia de Babe o el coraje de Simba?), de lealtad inquebrantable (Lassie volviendo a casa una y otra vez) y de comprensión hacia lo ajeno (esa compasión inesperada que sentimos por un gorila descomunal encaramado a un rascacielos).
Cada uno de estos diez nombres —desde Rin Tin Tin hasta Marley, de King Kong a Nemo— evoca no solo una producción fílmica, sino un sentimiento compartido por millones de personas en diversos lugares del planeta.
Hoy, con Indy en *Good Boy*, la herencia perdura. Quizás resulte poético que, en una época dominada por efectos digitales y héroes de cómic, sea un perro real el que nos recuerde el motivo por el cual atesoramos tanto estas narrativas.
Indy nos observa con ojos llenos de autenticidad canina desde la pantalla, y al hacerlo convoca la memoria de todas aquellas criaturas del cine que le antecedieron.
Al ovacionar sus hazañas y estremecernos con los peligros que enfrenta en la ficción, volvemos a celebrar el lazo ancestral y poderoso en














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