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Trump y sus nueve lunas de desmantelamiento antidemocrático

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Su plan es hacer espacio para levantar un gran salón de baile de corte y dimensiones regias.

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Donald Trump dio inicio a la total destrucción del Ala Este de la Casa Blanca. Había prometido no hacerlo, mas lo ejecutó de todas formas. Su plan es hacer espacio para levantar un gran salón de baile de corte y dimensiones regias. Ciertamente, estamos lejos de las ambiciones de Benito Mussolini de rehacer Roma o las reformas parisinas de Napoleón III, pero no es habitual que mandatarios electos de EE. UU. arruinen una porción considerable de la “morada del pueblo”. Este desmantelamiento de un fragmento de la Casa Blanca es, quizá, el emblema más claro del trumpismo en el poder, o sea, una mezcla de espectáculo estético posfascista y el uso de tácticas ilegales no autorizadas para desmantelar desde dentro las instituciones democráticas.

Donald Trump lleva apenas nueve meses como presidente, pero una amalgama de conducta errática y profundas maniobras ideológicas está convirtiendo al gobierno estadounidense en un aparato autocrático. Esto resulta bastante novedoso en la trayectoria reciente de Estados Unidos. El trumpismo es, y siempre ha sido, un culto político centrado en el líder que encarna una amalgama de falsedades, simpleza y radicalismo violento. Es una vertiente de populismo de ultraderecha que bordea el fascismo.

Trump y el Partido Republicano están moldeando el entramado político estadounidense a su propia imagen y semejanza, forzando la Constitución de EE. UU. hasta el límite de su resistencia. ¿Estamos transitando de una etapa de desgaste democrático hacia una de desmantelamiento controlado?

Desde enero pasado, el sistema democrático de Estados Unidos se encuentra bajo ataque por parte de Trump, respaldado por un Congreso dominado por los republicanos y legitimado, aunque a paso lento, por una Corte Suprema de igual filiación. Más concretamente, Trump está aniquilando la democracia a través de tres mecanismos vinculados: primero, la centralización del poder federal; segundo, la transgresión del Estado de derecho; y tercero, el afianzamiento del legalismo autoritario. Estos tres procesos son deliberados y no accidentales, y su fin buscado es la reconversión de Estados Unidos, de una democracia constitucional, en una autocracia electoral.

El trumpismo promueve la “doctrina del ejecutivo unitario”, que postula que el presidente de Estados Unidos detenta la única autoridad sobre el poder ejecutivo. Según Trump, la potestad presidencial es total. Un dominio absoluto y exclusivo sobre toda la administración federal. Esto abarca al funcionariado federal completo y a la creación de normas y el funcionamiento interno de toda agencia y departamento. A partir de enero (bajo la guía de quien era su asesor de confianza, el magnate tecnológico Elon Musk), Trump impulsó una reforma y reestructuración profunda de la administración federal, despidiendo a cerca del 15% del total de empleados civiles federales.

El asalto de Trump al Estado de derecho se manifiesta en el uso extensivo de la facultad discrecional del ejecutivo en materias de inmigración, seguridad nacional y política exterior para restringir las libertades civiles.

Bajo el mandato de Trump, el servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) se transformó en la agencia de seguridad con mayor financiamiento en la historia de EE. UU. Incrementó su capacidad de retención a más de 200.000 migrantes —con un presupuesto casi duplicando al de todo el sistema carcelario federal— y una incorporación de oficiales que superará al doble del FBI. Desde finales de enero, ICE ha sembrado el terror en miles de personas con operativos en centros educativos, universidades, lugares de trabajo y domicilios; sus agentes han secuestrado a indocumentados, residentes y ciudadanos estadounidenses, actuando enmascarados, vestidos de civil, fuertemente armados y sin mandamientos judiciales.

Cualquier extranjero en Estados Unidos es susceptible de ser objeto de deportación si el ejecutivo lo considera una amenaza a la seguridad nacional, perjudicial para los intereses exteriores de EE. UU. o si simplemente posee un “carácter inmoral”.

Tanto la concentración del poder federal como la violación del Estado de derecho son pilares para el éxito del tercer punto: la cristalización de una autocracia legalista. La instrumentalización y politización de la normativa y los procedimientos legales por parte de Trump socavan los contrapesos del esquema constitucional estadounidense, facilitando su metamorfosis en un régimen autoritario.

Mediante la aplicación, el abuso y la omisión de la ley, Trump puede proceder contra aquellos a quienes considera adversarios internos de la nación y rivales personales. Trump achacó a la izquierda “radical” la decadencia cultural y nacional estadounidense por oponerse e intentar anular los valores cristianos y tradicionales que, supuestamente, cimentaron la grandeza de EE. UU. Para Trump y el Partido Republicano, la izquierda “radical” es alimentada y validada por los medios de comunicación progresistas, las instituciones académicas que adoctrinan en el “marxismo cultural”, y los grupos de élite liberales en urbes regidas por demócratas.

Trump permitió que la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) diera luz verde a la unión entre Paramount y Skydance Media, luego de que la primera aceptara zanjar un pleito a favor de Trump y retirar un programa satírico nocturno crítico con él. El gobierno de Trump ha retenido y eliminado fondos federales destinados a numerosas universidades para forzarlas a abandonar las políticas de DEI (diversidad, equidad e inclusión), modificar sus programas académicos e incluso expulsar a estudiantes y docentes con visiones progresistas y “antiamericanas” según su criterio.

En los primeros nueve meses de su segundo mandato, Trump ha movilizado efectivos de la Guardia Nacional hacia Los Ángeles, Washington D. C., Memphis, Portland y Chicago para asistir a ICE y otras entidades federales en operativos migratorios y otras acciones policiales, además de protegerlos de los manifestantes. Ante los altos mandos militares, Trump manifestó que las fuerzas armadas de EE. UU. deben estar listas para combatir al “adversario interno” y que las ciudades norteamericanas son “terrenos de instrucción”.

Dado que la administración emitió una nueva estrategia para enfrentar la violencia política organizada, definiendo al opositor interno como “antifascista, anticapitalista, antiestadounidense y partidario del extremismo en temas migratorios, raciales y de género; y hostil hacia quienes sostienen posturas americanas tradicionales sobre la familia, la religión y la moralidad”, Trump podría estar en condiciones de declarar un estado de emergencia nacional y desplegar tropas para sofocar protestas contra ICE o incluso contra el propio Trump, como la reciente No Kings Protest, una de las concentraciones más grandes en la historia del país.

Como ha enseñado la experiencia con movimientos extremistas y autoritarios precedentes, tanto fascistas como populistas, muchos de estos seguidores terminarán dándose cuenta de que creyeron en engaños y promesas vacías. La incógnita es: ¿cuándo ocurrirá?

La trayectoria del siglo XX, y los sucesos posteriores a enero de 2025, ofrecen a los aspirantes a fascistas un derrotero claro hacia el autoritarismo y el establecimiento de un régimen fundamentalmente antidemocrático. La destrucción de la democracia no es necesariamente un evento súbito, sino un proceso agónico que puede acelerarse en sus fases finales.

Federico Finchelstein es profesor de Historia en la New School for Social Research (Nueva York). Anteriormente fue catedrático en Brown University. Doctorado por Cornell Univ. Autor de diversas obras sobre fascismo, populismo, regímenes dictatoriales y el Holocausto. Su texto más reciente es “Brief History of Fascist Lies” (2020).

Emmanuel Guerisoli

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