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Declaración de Plinio Chaín acerca del relato novelado de la historia

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Valoro la distinción que planteas entre la ficción histórica y la narración sobre temáticas históricas.

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Valoro la distinción que planteas entre la ficción histórica y la narración sobre temáticas históricas. Es una reflexión acertada, pues demarca las fronteras entre la exactitud documental y la invención artística. No obstante, considero que esa línea, si bien útil teóricamente, no debería convertirse en un límite absoluto. El relato histórico, aunque se nutra de sucesos comprobados, no tiene como finalidad ser una extensión de la historiografía o ceñirse estrictamente a la realidad fáctica.

La novela histórica puede, y debería, reelaborar el pasado. Su mérito no reside en replicar los datos, sino en la visión imaginativa que ofrece de ellos. Lo histórico funge solo como punto de arranque; lo literario es, en cambio, su verdadera sustancia. Si la historia indaga lo sucedido, la novela explora lo que pudo haber acontecido, lo que se sintió, lo que quedó silenciado, lo no escrito. En esa divergencia yace el núcleo del arte de narrar.

Los autores que han abordado el pasado —desde Carpentier con *El siglo de las luces*, hasta Vargas Llosa en *La guerra del fin del mundo*, o Abel Posse en *Los perros del paraíso*— no han buscado presentar una versión confirmable de la historia, sino una lectura simbólica, emotiva, estética e incluso mítica del periodo histórico. El pasado se transforma, así, en el escenario para interpelar cuestiones actuales sobre la identidad, el poder, la libertad o la memoria.

La historia reconstruye sucesos; la ficción histórica reimagina trayectorias. Por ello, cuando se le exige “verdad”, se disminuye su capacidad creativa. La verdad del relato no es la del archivo ni la del documento, sino la de la verosimilitud artística: la coherencia interna de un universo que, siendo ficticio, nos convence de su autenticidad humana.

Por lo tanto, discrepo, con el debido respeto, de la idea de que el libro histórico deba ser “verdadero”. De ser así, perdería su carácter artístico y se degradaría a crónica o ensayo historiográfico. La literatura, aun disfrazada de historia, siempre persigue otro tipo de certeza: la verdad interna, la que reside en el sentimiento, en el fuero interno, en los símbolos.

En resumen, la ficción histórica no desvirtúa la historia: la reinterpreta. No miente sobre los hechos: los expande. No se opone a ellos: los convierte en vivencia humana. Si el historiador busca las causas, el narrador busca los desenlaces. Y si la historia aspira a la imparcialidad, el relato celebra la perspectiva personal como vía de conocimiento.

Tienes razón en un punto fundamental: el escritor debe abordar el pasado con respeto. Pero ese respeto no implica someterse a la verdad literal, sino comprometerse con la verdad poética. Esto es, aquella que, sin ser exacta, revela la condición humana en toda su complejidad.

El arte no se construye con certezas, sino con vislumbres. La novela histórica, cuando constituye literatura auténtica, logra que el pasado deje de ser una enumeración de fechas para convertirse en un espacio de afectos, pugnas, pasiones y anhelos. Esa es la verdad que le corresponde.

Por ende, más que diferenciar entre “novela histórica” y “relato de tema histórico”, deberíamos hablar de la narración que reflexiona sobre el ayer: aquella que se atreve a transformar la historia en alegoría, la memoria en fábula y el registro en destino vital. Esa es la ficción que perdura en el tiempo.

La narración histórica no falsea el pasado: lo agranda, lo transforma y lo eleva a experiencia humana. En esto radica su encanto y su propósito estético.

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