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Recuerdo de los cortes de luz

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Casi al llegar a los diez años, no me percataba de lo que implicaba estar, vivir, en medio de un corte de luz.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Casi al llegar a los diez años, no me percataba de lo que implicaba estar, vivir, en medio de un corte de luz. En el vecindario donde residía, un apagón era algo insólito y poco común. Ocurría de vez en cuando, durante alguna tormenta. Recuerdo jugar con parafina derretida de una vela, mientras asimilaba lo extraño de la falta de iluminación.

Por ello, seguramente, guardo un recuerdo muy vívido de las primeras vivencias en un lugar donde carecer de suministro eléctrico por horas era lo habitual. “No hay fluido eléctrico”, me repetían en esos primeros meses, mientras me adaptaba —o me resistía— a ausencias más notorias y duraderas (mis padres, mi abuela Esperanza, una casa, la perrita Negra, las pendientes calles, un pequeño patio en un colegio).

En esas largas veladas a oscuras, empecé a percibir otra forma de ver desde la penumbra. Las lámparas de tubo, alimentadas con trementina y su peculiar modo de alumbrar más o menos según se ajustaba una roldana para subir o bajar la mecha de tela. La lámpara que desprendía hollín, con un mecanismo más simple y, diría, algo arriesgado, con una mecha sin resguardo y un humo que marcaba círculos oscuros en el techo. La congregación de todos alrededor de una de las dos luces, ya fuera la refinada lámpara de tubo o la humeante, compartiendo bromas, oyendo relatos, charlando sobre cualquier cosa. Las picardías en el techo de la casa de mi madre (la abuela): atar un moño de peluca a un hilo y hacerlo descender cuando algún caminante apresurado pasaba por delante, intentando llegar a un sitio iluminado y huir de lo que podía ocultarse en la negrura de una vía. Esas travesuras eran orquestadas por una de mis parientes, Mónica.

“¡Volvió la energía!”. Esa simple exclamación me sacaba de aquel mundo, de esa vida alterna que pronto se incorporó a la rutina que antes me resultaba sorprendente.

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El uso cotidiano de la electricidad, y la dependencia de ella para mantener el mundo tal como lo conocemos, ha hecho olvidar que existe gracias a un extenso recorrido de ingenio humano, que posiblemente se inició hace siglos cuando alguien, o algunas personas, notaron que frotar ciertos objetos generaba una “carga”.

No, no haré un repaso de todo el camino inventivo que permitió atrapar esa “carga” y ponerla al servicio de las personas, pero estos días, tras el masivo apagón que experimentamos, reflexioné sobre lo transformadora que ha sido y sigue siendo la energía eléctrica, a pesar de haber tenido que deteriorar el entorno en que vivimos para conseguirla.

No, tampoco voy a explayarme sobre la explotación.

Me quedo con la fascinación de ser capaces de tomar algo natural y convertirlo en un sistema tan complejo que posibilita esta forma de vida que damos por sentada y, por ende, tendemos a obviar que antes no era factible mantener a alguien vivo con un respirador, o conservar alimentos, o refrescarse, o calentarse, o producir a la escala actual, o desarrollar medicinas, o desplazarnos con mayor eficacia, o redactar estas palabras en un computador y enviarlas a quien las difundirá sin moverme del escritorio de mi hogar.

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La electricidad y su aplicación pública, y más tarde privada, se hizo una realidad en la segunda mitad del siglo XIX. Una novedad que causó asombro y temor.

Leo. Los informes periodísticos indican que la gente se quedaba mirando fijamente las luces en medio de la sombra cuando se encendieron los primeros faroles eléctricos. Era “un prodigio”, “una maravilla moderna”, “la luz de la Civilización”. Sobre cuál fue la primera urbe con alumbrado eléctrico público hay debate, aunque varias fuentes coinciden en que fue Godalming, en Surrey, Inglaterra, en 1881. Y la primera central eléctrica se inauguró al año siguiente, en Nueva York, bajo la gestión de Tomás Edison.

En nuestra área, si se busca rápidamente en internet, se podría creer que el primer alumbrado eléctrico fue en San José, Costa Rica, pero ese dato parece impreciso. Esto sucedió posiblemente en México, hacia fines de 1881.

Otro dato. París no fue denominada “Ciudad de la Luz” por sus farolas eléctricas, que se comenzaron a utilizar en las calles de esa urbe en esa misma década del siglo XIX. Tampoco es una alegoría del renacimiento ni algo similar. El sobrenombre se debe a un monarca, Luis XIV, quien dos siglos antes ordenó instalar fanales por toda la ciudad, exigencia que incluía a los dueños de las casas.

Pero la iluminación generaba aprensión, incluso antes de ser eléctrica. La iluminada París de Luis XIV recibió quejas. “Antes de esta época, por miedo a ser agredidos, todos regresaban temprano a casa, lo que favorecía el estudio. Ahora todos permanecen fuera por la noche y nadie trabaja”, se cita en un artículo de National Geographic, atribuyendo la frase al clérigo Jean Terrasson.

También hubo sobresaltos cuando el alumbrado comenzó a ser producido por la electricidad. Los sistemas eran frágiles, y posibles cortocircuitos con capacidad de provocar incendios sembraron recelo y rechazo. La colocación de postes y cables en las calles suscitó dudas, miedo e incluso desagrado estético. Es conocida una sátira publicada en 1889, en la revista Judge de Nueva York, donde se observa a individuos atrapados y pereciendo entre un enredo de conductores eléctricos. El descrédito también era impulsado por lo que quedaba rezagado, el gas y el carbón.

Además, hubo una “pugna”, la de las modalidades de corriente. Por un lado, la Corriente Directa (CD) de Edison y, por el otro, la Corriente Alterna (CA) de Tesla/Westinghouse. Ninguna de las dos fue una vencedora indiscutible. Hoy en día, utilizamos un sistema eléctrico que las amalgama.

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El alumbrado eléctrico arribó a República Dominicana a finales del siglo XIX, durante el mandato de un déspota, Ulises Heureaux Lebert. Fue en febrero de 1896. Con un préstamo gubernamental, se instaló la primera central de energía, en la ribera del río Ozama, mediante un acuerdo con la compañía The Edison Spanish Colonial Light Co. Su capacidad era limitada. Alcanzaba para iluminar varias vías, algunos comercios y sedes oficiales, y escasos domicilios.

Aunque aquí, al parecer, no hubo un problema con aprensiones “diabólicas” hacia la electricidad, sí existió algo desde el inicio: molestia por los apagones. En un texto digital se menciona un fragmento de una crónica publicada en el Listín Diario, del 6 de octubre de 1897.

“Comenzaron los cortes de energía. Anoche (la ciudad) se quedó a oscuras, y al parecer, se debe a que están limpiando las calderas de la Central Eléctrica. Así que es seguro que pasaremos dos o tres jornadas sin luz. Persisten los cortes en la urbe capitalina por la suspensión del alumbrado eléctrico. La ciudad quedó en penumbra anoche tras las 9:20. Consecuentemente, la retreta del Parque Colón se sumió en la negrura. Se comenta que hoy en la noche se solucionará el inconveniente. Sin embargo, los cortes se siguieron sucediendo cada día, poniendo en tela de juicio la llegada de la modernidad”.

La situación se ha prolongado desde entonces hasta nuestros días.

El corte de suministro general más extenso en la historia documentada, en cuanto a duración, ocurrió en Puerto Rico tras el paso de los huracanes Irma y María en 2017.

Existe un registro exacto de cuánto se prolongó esta interrupción. Un artículo de The Washington Post indica que después del huracán María, que azotó esta isla caribeña con fuerza máxima de categoría 5, Puerto Rico permaneció a oscuras “durante 181 días, 6 horas y 45 minutos”. No obstante, la restauración total del servicio eléctrico fue más larga, casi un año, según algunas fuentes.

En la India se produjo otro apagón masivo, por dos días, en 2012. Dada la evidente alta densidad de población, afectó a más personas que el de Puerto Rico: más de 600 millones.

Donde yo residía, antes de cumplir los diez años, los cortes de luz se han vuelto más frecuentes. No siempre, casi nunca, pero hay temporadas de interrupciones. No es necesario que haya una lluvia fuerte para experimentarlos.

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El martes, mientras mi hijo exploraba la curiosa y cautivadora experiencia de la pequeña lumbre de una vela, después de que el inversor de dos acumuladores dejara de funcionar, recordé a mi prima Mónica y la diablura del moño de peluca para sorprender a los transeúntes.

En ese vago recuerdo no buscaba ninguna enseñanza ni simbolismo ante la diminuta flama de una vela que, a diferencia de mi hijo, solo me hacía descubrir una tardía comprensión por el caminante asustado que gritó ante la sorpresa imprevista sujeta a un hilo, mientras cruzaba la oscuridad de una calle, y yo me daba cuenta de lo relativamente tenue que es la normalidad, con o sin energía eléctrica.

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