Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
Internet surgió como una promesa de conexión. Dos décadas después, parece más bien un campo de disputa: un escenario de voces encontradas, de identidades halladas en oposición, de polarización constante. No obstante, entre el estruendo y el algoritmo, comienzan a formarse pequeños grupos que nos devuelven algo que creíamos extraviado: la facultad de congregarse, aunque sea de maneras mínimas, irónicas o ceremoniales.
En medio del hartazgo de la exhibición y la dispersión, ciertas esferas virtuales operan como santuarios figurados. No son conjuntos ideológicos ni propagandísticos; sin buscarlo, se han transformado en nichos de cariño, humor y entendimiento recíproco. Sitios donde el mero hecho de mostrarse —de opinar, de participar— deviene en una suerte de microgestión afectiva, una táctica de defensa sutil contra la soledad virtual y la división.
Byung-Chul Han argumenta que la era moderna tardía ha erradicado los ritos: esos actos repetitivos cruciales para asentar la vida, unir colectividades y transmitir valores compartidos. “A pesar de las redes sociales, estamos más solos que nunca”. El auge de la comunicación digital incesante ha permitido vincular a mucha gente, pero sin cimentar relaciones duraderas; el individuo se encuentra desubicado y cohibido, siempre con el temor a ser juzgado o excluido en los espacios virtuales.
Sin embargo, quizás los ritos no se hayan esfumado por completo, sino que estén mutando en los lugares más inesperados. Los algoritmos, con su manía por la reiteración, el ciclo y la espera, parecen haber engendrado nuevas liturgias digitales. Cada video corto, cada comentario, cada aparición frecuente funciona como un pequeño acto ceremonial contemporáneo.
Desde Rosario, una chica exhibe atuendos en su perfil de Instagram, @cofco.shoes. A simple vista, es solo otro aparador comercial. Pero bajo cada clip sucede algo singular. Un conjunto de hombres comenta usando un código propio —absurdo, querido, lírico: “Les dejo el calendario de la Fórmula 1.” “Buenos días, mañana jugamos a la canasta en lo de Jorge.” “Voy a ser padre de nuevo”. No hay agresión ni burla, sino un juego compartido. Un humor tierno que sirve de clave afectiva. Nadie toca el tema de lo que se vende, pero todos entienden el porqué de su presencia: esperan para hacer su ofrenda en una complicidad implícita e irónica.
Desde Buenos Aires, @bacaraok, un negocio familiar de golosinas, protagoniza un fenómeno similar. Ahí, dos hermanos presentan sus productos con una sencillez amable. Esta vez, son mujeres quienes dejan sus mensajes, con descaro y camaradería. “No entendí lo que dijiste, me nubló la vista.” “Tengo que probar el producto para ver si me gusta el dulce de leche”. El tono es jocoso, picaresco, coral: una ironía que, si viniera de un grupo de hombres, posiblemente sería censurada. No hay rivalidad entre ellas; se apoyan mutuamente.
En Cofco, los hombres matizan el deseo; en Bacará, las mujeres lo celebran. En ambos ejemplos, se construye un grupo afectivo que trastoca las dinámicas usuales de compra y de género.
Las plataformas digitales se han vuelto escenarios de colectividades performativas. No son meros espacios para el intercambio de símbolos, sino talleres donde se ensayan formas de vincularse. Si, como señalaba Erving Goffman, toda vida social requiere una escenificación, las redes magnifican esa teatralidad hasta convertirla a menudo en un modo fundamental de comunicación.
Goffman indica que cada encuentro social es una representación. No solo se transmite información: se interpreta un papel, se mantiene una imagen. En el entorno digital, esa puesta en escena diaria adopta otra forma: cada aporte, cada icono es una breve actuación. Las repeticiones, las bromas, las intervenciones concisas implican una presencia en el escenario web, pero no cara a cara.
Roland Barthes notó que el idioma del amor no es llano, sino indirecto: está hecho de silencios, de rodeos, de señales confusas. La presencia constante —ese “acá estoy, como todos los lunes”— obra como una declaración velada, una forma de perdurar emocionalmente en tiempos de fugacidad.
Lauren Berlant habla de ámbitos de apego e identificación, donde la pertenencia se edifica más por el cariño que por la doctrina. Las agrupaciones virtuales funcionan a menudo así: no son organizaciones ni partidos, pero facilitan un sentimiento de pertenencia y una especie de cuidado difuso, emotivo.
En estos contextos, el afecto se manifiesta en la expectación. En Cofco, los hombres aguardan cada video como si esperaran una visita estimada. En Bacará, las mujeres se congregan entre risas. Son apariciones breves, pero que se repiten en el tiempo. Precisamente en la reiteración se forja el lazo: el algoritmo, sin intención, halla patrones inexplicables y une aفرادs a través de una sensibilidad compartida.
Mientras la charla virtual global se vuelve divisiva, emergen zonas neutras de convivencia afectiva. En lugar de discusión o confrontación, hay juego. En lugar de seriedad forzada, hay cercanía. En estos ámbitos, el ingenio actúa como política menor para evadir hacia un espacio de complicidad mutua.
Nancy Fraser recordaba que las luchas por el reconocimiento tienen tanta relevancia política como las luchas por la repartición de bienes. Bajo esa óptica, lo que ocurre en Cofco o Bacará no es trivial: son escenas de validación mutua en épocas de desilusión común.
En un ambiente colmado de “me gusta” huecos y expresiones beligerantes y polarizadoras, estos pequeños actos de comentario y presencia son gestos de resistencia suave. No buscan el acuerdo ni la gloria: solo mantener un grupo muy pequeño. Pero ahí reside su fuerza.
Quizás en el flujo ininterrumpido de lo digital, Internet esté generando, sin darse cuenta, espacios para una socialización novel: una que no depende del consenso ideológico ni aspira a poseer o convencer, sino sencillamente a estar; una sociabilidad que no se funda en la lógica, sino en el sentimiento. En los bordes del consumo, en rincones ocultos de las redes, subsisten los impulsos de encuentro, empatía y comunidad que sustentan los vínculos sociales.















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